Wednesday, June 3, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA. Capítulo 1.

1. La Familia Divina se muda a Villa Krause.

Esta historia tiene lugar en el San Juan de la Post-historia, es decir, en el San Juan que trataba de emerger del hundimiento argentino de diciembre del 2001. Digo que “trataba”, porque en aquel tiempo todavía algunos creían que San Juan lograría emerger, salir o salvarse; agarrarse de algún ataúd flotante y navegar a la deriva hacia cualquier lado. Ahora sabemos que nada de eso fue posible.
Esta es la historia de Jesús y de Satanasa, quienes vivieron un apasionado romance a comienzos del año 2002.
Hay que recordar que toda la Familia Sagrada se había mudado a Villa Krause por aquellos años, y alquilaban una casa en pleno centro de la capital del sur, frente a la plaza, a pocos metros de la Iglesia. La Virgen María tenía todo cerca: la plaza, para ir a mirar bultos; la Iglesia, para irse a confesar de todos los bultos que había mirado, y la panadería.
Dios Padre había contraído nupcias con la Virgen María poco después de que ésta se divorciara legalmente de José. José casi ni se enteró de nada. Simplemente siguió trabajando en su carpintería, lijando, clavando, escofinando, y le importó tres carajos que María viniera un día y le planteara el tema del divorcio.
“Ma sí. Andate a la reconcha de tu vieja”, fue todo lo que José respondió. La Virgen María le hizo caso. Ya tenían todo arreglado con Dios Padre, que se había conseguido un trabajo en la Iglesia de un lugar ignoto llamado Villa Krause, San Juan, Argentina.
A todo esto Jesús, el hijo de María, y ahora hijo adoptivo de Dios Padre, festejó el hecho de que su madre se hubiera independizado de José. Jesús tenía miedo de terminar sus días trabajando en esa carpintería roñosa. Hacía tiempo que su padre lo perseguía con la escofina en la mano, y Jesús le venía sacando el cuerpo. “Acá no te me vas a seguir haciendo el artista, mocoso vago, inútil de mierda”, eran algunas de las sutilezas que José le decía a su vástago. “Decile a los soplanucas esos de amigos que tenés que vengan a ayudarme con la escofina”, seguía diciendo José, mientras María miraba todo con el ceño fruncido.
En fin, todo se solucionó, o casi, cuando María le pidió el divorcio a José, y se casó con Dios Padre. Jesús tuvo la última cena, rodeado de sus doce amigos más íntimos. Pedro y Andrés trajeron unas empanadas y unas pizzas; Felipe y Bartolomé ayudaron a Jesús a preparar el asado. Jesús puteó a Felipe porque dejó que las costillas se chamuscaran; Felipe, que ya le había estado dando al Bordolino desde temprano, le contestó a Jesús que si le seguía gritando le iba a sacar la cabeza de un sillazo. Al final tuvo que intervenir Mateo para calmar los ánimos. Pero todo terminó bien; todos de amigos. Incluso, a la hora de la despedida, terminaron cantando a gritos esa conocida canción que dice:
“Se va a acabar/
Se va a acabar/
La dictadura mi-li-tar”
Ante reiteradas quejas de los vecinos, Dios Padre se dirigió a Jesús y sus doce amigos desde la ventana de su dormitorio, diciéndoles:
“ ¡¡¡Cheeeeeee, manga de putos, dejen de hacer quilombo que la gente tiene que dormir!!!” Mientras, decía esto, Dios pudo ver cómo Judas, a quien todos apodaban “El Iscariote” (vaya uno a saber por qué) le partía la boca de un beso a Jesús.
Dios ya había escuchado comentarios acerca de los amiguitos de su hijo. Puso su cabeza sobre la almohada, y, mientras pensaba que a Jesús le vendría bien un cambio de aire, se durmió, no sin antes masturbarse con el recuerdo de la hermana de María Magdalena, también amiga de su hijo, que por aquellos días lo tenía reloco.
Apenas la familia divina llegó a San Juan, se enteraron de que el sueldo de Dios había sido depositado en un Banco que inmediatamente había entrado en quiebra. A todo esto, la moneda argentina se había devaluado, y el sueldo que recibiría Dios por su trabajo en la Iglesia de Villa Krause valdría tres veces menos. Los ahorros que habían traído les alcanzarían a duras penas para veinte días. Dios caminaba preocupado por la Plaza; la mirada casi clavada en el piso, una o dos baldosas por delante de sus pasos incesantes, incansables, sin dirección clara. “La puta que me parió”, pensaba el Padre Divino, “mirá cómo me vine a clavar en el culo del mundo.”
Pero no todas eran desesperanzas en la familia divina. María no se resignó: ella no había venido a este lugar a que la derrotaran. Tenía educación, caía bien con la gente, hizo algunos contactos, y a las dos semanas ya estaba pegando fasos. Hizo amigos, se movió, hizo más amigos, y dos meses después ya estaba comprándose su propia bocha de marihuana, y hasta le ofrecieron vender merca. María no le decía que no a nada, y se movía como pez en el agua. Cuando los milicos la agarraron fumándose un troncho con su amigo el Turquito, la detuvieron, pero estuvo adentro sólo dos horas, lo suficiente para adornar al comisario. Sólo le exigieron, para terminar de liberarla, que chupara un par de pijas, a lo que María tampoco dijo que no.
Pasaron así los meses. Dios se adaptó a la vida pueblerina de Villa Krause. María casi nunca estaba en la casa. Dios, entonces, para pasar el aburrimiento, jugaba al Ludo-Matic contra sí mismo, o llamaba por teléfono a personas desconocidas, a las que terminaba insultando porque no entendían sus bromas. Su único amigo era el Padre Paqui, que también trabajaba en la Iglesia. A veces se afanaban la limosna y se tomaban unos vinos en el Bar de la Calesita.
A todo esto, se preguntarán los lectores, ¿qué era de la vida de Jesús? ¿Cómo se las estaba apañando en su nueva ciudad? ¿Tenía amigos? ¿Pegaba fasos? ¿Se estaba empomando a alguna minita?
Todas estas preguntas se contestarán, a su debido tiempo. Sólo hay que tener paciencia.
Pero habrá que comenzar diciendo que Jesús estaba viviendo en una etapa post-adolescencial. Tenía ya 34 años, y aún daba la impresión de no encontrarse a sí mismo. ¿Qué quiero? , ¿Qué puedo? , ¿Qué soy?, se preguntaba Jesús, cuasi kantianamente, diríamos, en las noches interminables de febrero del 2002. Aprendió los acordes básicos de guitarra, lo justo y necesario para tocar los temas de Sui Generis, y así andaba, de plaza en plaza. Se iba caminando de Villa Krause a Santa Lucía, ida y vuelta, con su guitarra al hombro. Una noche unos cabezas lo quisieron asaltar cerca de la conocida Plaza de la Joroba. Pero estaban todos tan dados vuelta (los cabezas y también Jesús), que terminaron haciéndose amigos. Ahí mismo aprovecharon para tratar de asaltar al próximo desprevenido que pasara por ahí. Esperaron un rato, hasta que uno de los cabezas se acordó de que tenía un billete de dos pesos arrugado en un bolsillo, y fueron hasta el primer kiosco que encontraron abierto a comprarse un porrón. Jesús se sentía uno más entre los cabezas, pidiendo plata a la gente que pasaba por la vereda, emborrachándose con lo que encontraba. Empezó a hacer algunas artesanías, además de cantar. Se juntaba casi todas las noches con los cabezas que lo habían intentado asaltar en la Plaza de la Joroba. Una noche, cerca de la Avenida Libertador, apretaron a un par de pendejas para que les dieran algo de plata, una de ellas se asustó y al salir corriendo dejó caer el celular. Vendieron el celular por 20 pesos en la puerta de un bar, y con esa plata se fueron a pegar fasos a la Plaza Cuadril, que quedaba en Santa Lucía.
Así era la vida de Jesús por esos meses. Mientras tanto, la Virgen María le apañaba todo. Una vez Jesús quedó en juntarse en la Plaza de Villa Krause con sus amigos los cabezas para ir a comprar marihuana. Cuando vio que sus amigos caminaban hacia su propia casa, a Jesús le cayó la ficha de que la que vendía los fasos en ese sector era su mamá. Desilusionado, pero no mucho, Jesús dejó a sus amigos con la Virgen María, y caminó en soledad (esta vez ni siquiera llevaba su guitarra) hasta los bares de la Avenida Libertador, una vez más, hacia ese centro neurálgico de la noche sanjuanina donde confluyen la perdición y la nada. Era febrero. Estaba en una ciudad prácticamente desconocida, sus únicos amigos eran los mismos que lo habían querido asaltar cuando lo conocieron, y ahora estarían probablemente follándose a su vieja. En fin, su vida era una mierda. Una mierda, pero no tanto, pensó, mientras se sentaba a tomar una Hesperidina en un bar que daba a Libertador. Cuando su mano derecha iba dirigiendo la embocadura del vaso hacia su propia boca, Jesús la vio. Fue como una revelación. Pero ¿quién podría estarle revelando cosas, si su Dios Padre estaba en ese momento emborrachándose en el Bar de la Calesita con el Padre Paqui, y su madre la Virgen, estaría muy ocupada revolcándose con sus amigos, el Tortuga, y el Canijo? Volvamos a lo importante. Era una revelación, tal vez no divina (no proveniente de la familia divina) sino solamente humana. Era Satanasa a quien estaba viendo. Morocha, piel lozana, sólo con tres o cuatro espinillas que adornaban tiernamente su pequeña naricita, pantalón jean ajustado, y esos hermosos cuernitos que sobresalían de su cabeza. Sí, Satanasa tenía cuernitos, dos blancas y brillantes prominencias que parecían completar el marco de su cara.
Es decir, Jesús se había enamorado.
Y a todo esto, seguía mirándola a través del vaso. Jesús se obnubiló. Si todo En busca del tiempo perdido había empezado con una magdalena, ¿qué sería lo que estaba comenzando aquí, ahora que la mano no sostenía una magdalena sino un vaso de Hesperidina que ahora se derramaba, mojando los labios, la barba, la túnica y hasta las sandalias de Jesús, que había dejado hasta de parpadear? Parte de la Hesperidina lo mojó, como ya se dijo, pero parte importante del líquido de hecho había ingresado en la boca abierta de Jesús, provocando una mezcla de espasmo, tos, ahogo, que le impidió seguir contemplando el milagro, la visión, la aparición de Satanasa en una vereda de la Avenida Libertador. Satanasa y dos amigas, además. Y una de las amigas, a quien todos apodaban Clasegata, era amiga, a su vez, del Canijo.
Jesús seguía obnubilado. Pero, mientras apoyaba el vaso sobre la mesa (y, esto es decir, mientras podía mirar libremente, y sin la refracción del vaso de Hesperidina, el milagro, la visión, la aparición de Satanasa), el cerebro de Jesús hizo la primera sinapsis después de varias semanas de inactividad, y pensó en hablarle a Clasegata, con la excusa de que era amiga del Canijo, como él, y así entrar en una conversación de la que podría participar, tranquilamente, Satanasa.
Clasegata detuvo su paso ante el llamado de Jesús. Simpática, contenta como siempre, le dijo que sí, que se acordaba de él. Jesús se confundió un poco ante la sonrisa de la Clasegata. Se había enamorado, sí, de la chica de cuernitos, que ahora, según veía, continuaba alejándose de él (y de Clasegata), sin detenerse a conversar con ellos. Pero el enamoramiento repentino que tenía por objeto a la chica de cuernitos no debía dejar pasar de largo esa sonrisa amplia, sugerente, de Clasegata. Jesús hizo la segunda sinapsis en varias semanas, y se quedó conversando con la Clasegata.
La chica sonreía, conversaba, se reía, miraba a Jesús directamente a los ojos, desafiándolo. Jesús no podía dejar de pensar en Satanasa (esa cara, pero sobre todo esos hermosos cuernitos…), pero tampoco podía dejar pasar una oportunidad semejante. Clasegata no se parecía en nada a Satanasa, pero igual estaba buena: castaña-rubia, esbelta, pelo largo, y sobre todo esa simpatía que sugería que quería algo más. Jesús le preguntó a Clasegata el nombre de sus amigas, sobre todo intentó averiguar el nombre de la chica de cuernitos. Fue en ese momento que de la boca de Clasegata salió el sonido más puro, la música más bella de todo el universo conocido. “Satanasa”, dijo Clasegata. Y agregó: “Se llama Satanasa. Se fueron porque estaban apuradas. Pero te las presento otro día.”
Jesús no retuvo el nombre de la otra chica. Tampoco podía retener la erección que tenía, y que ya era casi imposible de disimular a través de la túnica. “¿Querés que vamos a caminar un rato por el parque?”, le preguntó a Clasegata (completando así tres sinapsis al hilo en la misma noche).
Las sinapsis de Jesús se detuvieron ahí. A partir de ese momento, todo se tornó confuso. No era tanto la Hesperidina, ya que casi toda la que había en el vaso de Jesús había ido a dar a su túnica. Era algo más. Como si la atmósfera de los alrededores del parque estuviese cargada de un gas tóxico, de un aire pesado que rompía la realidad en fragmentos inconexos. En un momento Jesús estaba caminando por un sector oscuro del parque junto a Clasegata. Al momento siguiente estaba viendo otra vez la cara de Satanasa a través del cristal del vaso; y al instante siguiente estaba lamiendo los pezones de Clasegata, que se había desnudado en los instantes previos, pero había sido todo de repente. Todo estaba oscuro pero los ojos de Clasegata brillaban libidinosos. Jesús buscó el botón del pantalón de Clase y lo desprendió, bajó el cierre, pero ahí la lógica cedía una vez más, y volvía a ver la cara de Satanasa, y, esta vez, también la cara del Canijo, que lo miraba a través del mismo vaso de Hesperidina que había sido el marco por el que apareció el rostro más bello que Jesús nunca había visto. Clasegata ahora estaba metiendo sus manos entre la túnica de Jesús. Ya se habían besado (ni Judas lo había sabido besar con tanta pasión), pero Jesús no retenía nada en su memoria, los momentos se le escapaban, se sentía pasando como por un túnel del que sabía que no iba a recordar nada cuando terminara de atravesarlo, como si quien era en ese momento fuera sólo eso, un ser momentáneo que moriría, que se desintegraría junto con la memoria de todos los momentos vividos pero irrecuperables, y emergería del otro lado, sin saber que estaba emergiendo, y sin saber que estaba del otro lado. Cada idea que tenía venía a él al mismo tiempo que lo abandonaba; cuando terminaba de comprender algo, ese algo se le escapaba, y volvía a él convertido tal vez en otra idea, más veloz, más insistente, y otra vez todo se le escapaba. No supo cuánto tiempo había pasado desde que habían llegado al sector más oscuro del parque, pero en un instante que no se perdió en el vuelo de los otros instantes, es decir, en un instante que se sostuvo en la secuencia temporal, conectado al instante anterior y dejando paso al instante siguiente, Jesús vio un pericote caminando lentamente hacia ellos. Clasegata ahora se bajaba el pantalón hasta los tobillos. Jesús pensó que con los pantalones bajos no sería capaz de huir. En ese momento, no supo bien si por la emoción que le produjo la imagen de Clasegata desnuda, de frente, o por la imagen del pericote que los seguía mirando, Jesús se corrió en un gemido que lo hizo temblar, asustado de sí mismo, mientras el pericote huía, y Clasegata lo mandaba a la puta madre que lo parió.

Pasaron unos días. Jesús se sentaba cada noche en el mismo bar, con el mismo vaso de Hesperidina, mirando o tratando de mirar a través del cristal que había sido el marco por el que…etc.
Desilusionado, volvía a su casa de Villa Krause totalmente beodo, siempre después de las siete de la mañana, preguntándose si todo no habría sido nada más que un sueño o un delirio. ¿Existía realmente una chica llamada Clasegata? ¿Y Satanasa? ¿Existía la chica de los cuernitos? El único testigo que tenía de aquella noche era el pericote.

Pero una noche los cabezas lo encontraron en la esquina del bar, y lo invitaron a un cumpleaños. Todo se resolvió en muy pocos minutos. Caminaron por Avenida Libertador, doblaron hacia la derecha por una de las calles laterales, y tocaron el timbre en una casa desde la que salía ruido de música y gente hablando, y olor a tabaco mezclado con comida. Alguien abrió la puerta: era Clasegata, que los invitó a pasar.
Una vez dentro de la fiesta, Jesús vio a Satanasa, y fue como si la estuviera viendo de nuevo por primera vez, como si la chica, sólo con el hecho de existir ante él, fuese capaz de anular el paso del tiempo. Ahora Jesús encontraba el sentido de todo. Tuvo la intención de buscar un vaso para mirarla a través del cristal, pero ella no le dio tiempo a nada. Simplemente se acercó hacia él y se presentó:

— Hola. Soy Satanasa.
— Hola. Me llamo Jesús.
— Pero podés decirme “Sati”. Acá todos me dicen así.

Los cuernitos le brillaban contra la luz de la ventana. Porque había una ventana. Recién ahora Jesús se percataba.
Aquella fue una noche loca; inolvidable y loca. Conversaron un rato en medio de la música y las risas del cumpleaños, pero querían estar solos, así que se fueron de la casa de Clasegata, que ahora bailaba parada sobre una de las mesas. Jesús quiso ir primero al bar donde había visto a Sati por primera vez. Tenía esa fijación, y cuando llegaron, pidió una Hesperidina y estuvo mirando a Satanasa a través del cristal, enmarcando su cara, su cuerpo, sus cuernos, su cuerpo de nuevo, sus brazos, su nariz (de muy cerca), y de nuevo su cara, la completad, la totalidad anegando la mirada. Él terminó la Hesperidina, y ella su cerveza, y caminaron por Libertador, hacia el Este, perdidos del mundo, sin enterarse de que dos policías de civil los siguieron durante cuatro cuadras. Los canas habían confundido a Jesús con un artesano que vendía merca en la Facultad de Filosofía, pero después vieron que no se trataba de él y los dejaron de seguir. Caminaron tanto que llegaron a la Plaza Cuadril, y allí mismo, debajo de un farol roto, se besaron.

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