2. El Diablo y su hija.
El Diablo había enviudado cuando Satanasa tenía diez años. De manera que la pequeña Sati se transformó en la luz de los ojos de su papi. Satanás tenía también, como José, una carpintería. Pero cuando murió su mujer decidió que había llegado el momento de mudarse de ciudad. Quiso aire nuevo, una casa diferente, un barrio distinto. Y quiso también que su hija creciera lejos de una casa habitada casi completamente por el fantasma de su madre.
De manera que Satanás armó sus valijas y se instaló en Villa Krause. De hecho, su casa quedaba a dos cuadras de la Plaza y de la Iglesia. Muy cerca de la casa que después alquilarían Dios y la Virgen. El Diablo siguió trabajando su carpintería, haciendo lustrados para una mueblería de unos amigos, y a veces también movía televisores y pasacassettes robados que le traían unos muchachos que había conocido en la mueblería. Se metía en todo menos en la merca. La marihuana le resultaba saludable, pero la merca le daba miedo. Veía cómo los pobres muchachos que choreaban para él a veces se gastaban lo que no tenían en una línea, y se horrorizaba.
Cuando habían pasado unas semanas de la mudanza de la familia divina, el Diablo se enteró, a través de la gente que conocía desde hacía años, del negocio que estaba haciendo la Virgen María prácticamente en sus narices, en sus cuernos, y se juró que esa hija de puta se las pagaría.
Con Dios no tenía prácticamente ningún problema. Lo veía chupando en el Bar de la Calesita con el padre Paqui, a quien también conocía, y le parecía un borrachín inofensivo, un oficinista que hacía la contaduría de la Iglesia de Villa Krause y que era sistemáticamente engañado por su esposa. En fin, un inútil.
Así estaban las cosas. La Virgen María creciendo con su negocio de merca. El Diablo preocupado porque pronto sus negocios con televisores robados se vería afectado por la voracidad de esa turra recién llegada de quién sabía dónde, pero con muy buenos argumentos en su boca (y entre sus piernas) para tratar con policías y comisarios, y hasta para buscar ayuda en el Padre Paqui si la cosa se le complicaba. Y por otro lado estaba Jesús. Ese boludo. El Diablo comenzó a observar a ese muchacho de pelo largo, túnica y sandalias, y trató de pensar en qué medida sería peligroso: ¿colaboraba con su madre trayéndole clientes? ¿Le ayudaba a abrir mercados?
En realidad, después de mucho observarlo, Satanás concluyó que Jesús era menos peligroso que su padre; es decir, era un cero a la izquierda. La preocupación acerca de Jesús no llegó a durar siquiera diez minutos. Era un tarado que ni pinchaba ni cortaba.
Esa despreocupación del Diablo duró hasta que vio a su hija caminando por la plaza, abrazada a Jesús. Ahí fue cuando Satanás vio todo rojo. O sea, más rojo de lo que habitualmente veía, porque siempre veía rojo. Pero esta vez, vio muy rojo. Roja su hija caminando abrazado a ese imbécil rojo de túnica roja y sandalias rojas. La sangre roja del Diablo hirvió. Enceguecido de furia cruzó la calle y agarró a su hija del brazo, y la obligó a venir con él a su casa, y la encerró en su cuarto. Ni los gritos ni el llanto de Satanasa sirvieron para que su padre cambiara de idea.
Jesús, por su lado, se quedó sorprendido ante la aparición del horrible anciano de barba y cuernos que, enfurecido, se había llevado de un brazo a Satanasa. ¿Quién era ese hombre que, mientras lo separaba de Sati, le decía “hacete a un lado, hippie de mierda”? ¿Quién sería?
Sus amigos el Canijo y el Tortuga le dijeron de quién se trataba. Era el Diablo. El padre de Sati. “¿No le viste los cuernos?”, le preguntó el Canijo, sorprendido de la boludez de Jesús.
“Ahhhh”, dijo Jesús, comprendiendo todo.
Esa fue la cuarta sinapsis de Jesús en esos días.
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