9. Tres encuentros
¿Qué había pasado? ¿Cuál había sido el error que había llevado a que la Cajita desobedeciera a su creador; a que tuviera voluntad propia y que, además, quisiera fumar? El Diablo pensaba que había habido algún problema con el disco rígido que le habían vendido. Era un disco de una computadora Pentium III. ¿Tendría un virus?
De cualquier manera, ya era bastante tarde para arrepentirse. La Cajita no dejaba de moverse. Y si Satanás charlaba un rato con ella, tal vez podría convencerla por las buenas antes que desguasarla y reprogramarla. Las articulaciones de los brazos andaban bien; las rueditas giraban y doblaban con normalidad. El único problema era que parecía que el disco rígido había tomado vida propia, y que el Diablo no tenía asegurada la obediencia de la Cajita.
Jesús, en tanto, no se había ahogado en el Dique de Ullum. Lo habían salvado casi de casualidad unos pescadores que navegaban cerca de la costa en ese momento. El Gordo Pésimo le hizo respiración boca a boca, y el Mesías finalmente resucitó, luego de escupir los tres litros de agua que se había tragado. Satanasa no podía creer que su marido hubiera querido caminar sobre las aguas.
Siguiendo el consejo de Satanás, Jesús fue a ver a Zulma a su oficina el lunes siguiente. “Te voy a poner de Secretario de Asuntos Estudiantiles”, le dijo la decana de la Escuela de Comparsa. “Pero que conste que esto lo hago porque me lo pidió tu suegro”, continuó diciéndole la gorda. “No hay que saber mucho para trabajar en ese cargo. En realidad, no tenés casi una mierda que hacer. Pero cuando yo quiera algo especial”, y aquí Zulma enfatizó, “me lo vas a tener que dar”, concluyó la decana.
Jesús se había fumado cinco porros con Satanasa antes de ir a ver a Zulma, y casi no le prestó atención a lo que la gorda le decía. Pero al menos con ese trabajo le iba a alcanzar para pagar los Bordolinos y la marihuana. Dios le había dicho que se podía llevar a vivir a Sati a su casa, pero que no le iba a mantener los vicios. Todo esto pensaba Jesús mientras Zulma le indicaba dónde estaba su oficina.
El trabajo de Jesús en la Escuela de Comparsa consistía, simplemente, en estar sentado en una oficina que quedaba junto a la de la decana. Además, había una puerta secreta que comunicaba ambas oficinas sin tener que salir al corredor. A veces le traían, desde Mesa de Entradas, unas carpetas llenas de papeles que Jesús debía firmar y sellar. El resto del tiempo lo pasaba jugando al buscaminas en la computadora que tenía en su escritorio. Sólo había una cosa más.
Cuando se cumplía una semana que Jesús estaba trabajando en la Escuela de Comparsa, se abrió la puerta secreta que comunicaba su oficina con la de la decana. Por la puerta apareció la gorda, con la pollera arremangada hasta la cintura.
— Quiero algo especial —, dijo la decana.
— ¿Qué? — preguntó, atónito, Jesús, mientras miraba las piernas regordetas y sin depilar de la gorda.
— ¡No te me hagás el pelotudo, nene! Echá llave a la puerta y vení — dijo Zulma.
— ¿Cómo? — volvió a preguntar Jesús, desesperado, tratando de ganar tiempo, buscando alguna sinapsis que lo salvara de esa inmensa pelambre que se le venía contra su cara.
A Jesús no se le ocurrió nada. No tuvo tiempo. Ahí entendió que el trabajo en la Escuela de Comparsa no era solamente poner sellitos. Tendría que poner también el cuerpo cada vez que la gorda quisiera.
Al terminar su “trabajo” ese día, Jesús se fue casi corriendo a los bares de la calle Urquiza. A las seis de la tarde no había nadie por la zona. La mayoría de los lugares estaban cerrados. Pero el bar de la esquina donde había visto por primera vez a Satanasa detrás del cristal del vaso estaba abierto. Se sentó en una de las mesas de la vereda. Los mozos que trabajaban a esa hora eran distintos a los que trabajaban en los turnos de la noche, y no conocía a ninguno. Tampoco ubicaba ninguna de las caras que pasaban por la vereda a esa hora de la tarde. No veía por ningún lado a los inútiles y borrachos con los que se juntaba siempre, y que ahora seguramente estarían durmiendo; sólo personas con bolsas del supermercado, niños jugando carreras en bicicletas que parecían de juguete, estudiantes que caminaban y fumaban después de salir de clases, chicos con uniformes escolares.
Mientras miraba los autos que pasaban por Avenida Libertador, le pidió una ginebra al mozo, que lo miró raro, como si estuviese mal tomar bebidas blancas a esa hora. Jesús pensaba que su vida era una mierda, como la vida de casi todos los que lo rodeaban. Hasta ese día las cosas no habían ido tan mal. Había creído que sólo con poner sellos sobre hojas que ni siquiera tenía que leer era suficiente. Satanasa no le rompía tanto las pelotas. Por ahora, después de una semana de casados, podía decir que las cosas no iban tan mal. Pero lo de la puerta secreta ya había ido demasiado lejos. No podía sacar de su cabeza las tetas caídas y los jadeos babosos de la gorda Zulma. Estaba metido hasta el cuello en un asunto oscuro, era una moneda de cambio en los negocios que la decana de la Escuela de Comparsa tenía con el Diablo. Pero ignoraba casi todo. ¿Quién le debía a quién? ¿Qué quería Zulma que el Diablo le diera? ¿Qué le había dado hasta ese momento?
Después de una cavilación que no le había llevado a ningún lado, y de tres vasos de ginebra, se pidió una Hesperidina. Eso le trajo el recuerdo de la imagen de Satanasa, sus cuernos curvos levantándose hacia el cielo invisible y oscuro, sus ojos mirándolo distraídamente, durante un instante fugaz, para después desviar su mirada, darse vuelta y volver a caminar. El marco del cristal del vaso.
Jesús no había visto que, desde otra de las mesas del bar, un tipo robusto, con una campera de cuero y unos blue jeans estaba mirándolo desde hacía rato. El tipo se paró, y acercó una silla a la mesa donde estaba Jesús, y se sentó al lado de él, sin pedir permiso.
— Hola — dijo el tipo de campera de cuero.
— Hola — dijo Jesús, sin saber de quién se trataba.
— Qué mal que estamos. ¡Ya a esta hora!
— Son cosas mías —, dijo el Mesías.
— ¿No te acordás de mí? Yo te resucité cuando intentaste caminar sobre las aguas.
Era el Gordo Pésimo. El que había traído la mochila de hongos a su fiesta de casamiento, junto con el Turquito.
— ¡Ahh! Síiii. Ahora te saco. Es que estaba muy mal ese día. Tu cara me resultaba familiar. Estaba seguro de haberte visto.
— Mirá, Jesús. Estoy en problemas. Me andan siguiendo unos canas de civil. ¿Ves aquella moto que está estacionada en la esquina? — preguntó el Gordo, señalando disimuladamente con la cabeza.
— ¿La motito blanca, decís?
— Esa. Esa misma. ¿Ves al tipo y a la minita rubia? Me andan siguiendo a todos lados. Donde voy me los encuentro.
— ¿Pero la policía usa un ciclomotor? ¿No deberían andar en esas Guzzi de mil cilindradas, más bien?
— No entendés. Esto es serio. Si anduvieran en la Guzzi 1000 ya todo el mundo se daría cuenta. Mirá. Yo estoy metido hasta el cuello. No te puedo decir en qué. Sólo quiero decirte que no confiés nunca en el Turquito. Lo compraron o lo confundieron. Lo drogaron los de antinarcóticos, o tal vez siempre fue uno de ellos y yo no me di cuenta. La cosa es que en este momento la cana tiene una lista como con cien nombres, y todo gracias al Turquito. Ahí estamos todos.
— Pero ¿vos no eras amigo de él?
— ¡¡Todos éramos amigos de él!! Por eso estoy con la mierda hasta el cogote.
— ¿Cómo sabés que fue él el que te vendió?
— Me di cuenta en el viaje. El día de tu casamiento. En el dique. Ahí recordé que me habían agarrado. Él estaba cuando me interrogaban. A mí también me drogaron los del Toxi-taxi. A mí me interrogaban y a él ni lo tocaban. Él estaba ayudando. Lo peor es que lo niega. Está tan vendido que al final lo han convencido de que no es un cana infiltrado entre los dealers. Cree que es un dealer infiltrado entre los canas.
Jesús no terminaba de creerle al Gordo. Le corría la transpiración por la cara; tenía unas ojeras como de no haber dormido en tres días. Si seguía así, pronto el alias de “Gordo” Pésimo no le quedaría bien. Ya eran más de las nueve de la noche y empezaba a refrescar. La chica rubia que estaba sentada en la motito ahora hablaba por teléfono por un celular. El hombre había bajado de la moto y caminaba hasta el kiosco que quedaba justo en la esquina de Libertador y Urquiza. La chica no parecía de la cana. ¿Tendría razón el Gordo, o estaba simplemente delirando? ¿No se podrían haber conseguido una moto mejor los de antinarcóticos para seguirlo?
— Tienen médicos — continuó diciendo el Gordo. Hay uno en la división antinarcóticos que es médico. Y también una mina, a la que todos llaman “La Doctora”.
— Ajá — asintió Jesús. Ya un poco aburrido.
— Los médicos saben cuándo y cómo administrar las drogas. La gente sale a la calle en estado de alucinación. No distinguen lo real de lo ficticio. Te inoculan ficción.
El Gordo alternaba sus miradas: a Jesús, y a la motito blanca que seguía estacionada. De pronto pasó un auto de la policía por Libertador, a toda velocidad, y haciendo sonar la sirena. El Gordo miró a Jesús y se limpió el sudor que le bajaba por la frente con un pañuelo. El pañuelo estaba casi totalmente empapado, y ya casi no absorbía. Entonces Jesús habló, y dijo:
— Está bien, Gordo. Calmate. Yo ahora tengo que irme a Villa Krause. Cuidado con el pañuelo, está todo empapado y se te manchan los deditos.
Al escuchar esta última frase, casi desconectada de todo, el Gordo Pésimo sintió que había una continuidad entre su conciencia y el mundo que de pronto se interrumpía. Algo, un puente, una conexión que siempre había estado ahí, y que, de tan obvia, casi ni llamaba su atención, algo que era dado por hecho, se cortaba, se descontinuaba, cedía. Como la cinta de un cassette que reproducía miles de voces mezcladas. El cassette sonaba y mandaba su mensaje al universo, pero de pronto alguien había venido con una tijera y había cortado la cinta marrón, y entonces las dos ruedas del cassette seguían ahora girando, pero independientemente la una de la otra. La rueda de la conciencia giraba enloquecidamente, ya sin ninguna amarra con la rueda del mundo. Era tan tenue la conexión; había sido tan fácil que la mente se aislara del mundo. Sólo dos ruedas que seguían girando, pero cada una por su lado.
Segundos más tarde, el Gordo estaba desmayado en el suelo, y Jesús corría un poco la mesa y una de las sillas, mientras algunos curiosos se acercaban. Minutos después llegó una ambulancia, lo subieron a una camilla y se lo llevaron. La pareja de la motito blanca se había ido, Jesús no sabía en qué momento. En ese instante vio al Tortuga y al Canijo, que venían caminando por Urquiza. Se saludaron y se fueron a un bar donde había una fonola. Jugaron un rato al pool, y como a las dos de la mañana, ya en el quinto Bordolino, Jesús le preguntó al Canijo si nunca había sentido que estaba actuando en una película, o en una obra de teatro cuyo director desconocía. El Canijo lo miró sin entender muy bien, y tomó, de un solo trago, medio vaso de vino.
Más tarde, ya en Villa Krause, Jesús estaba solo. El Canijo y el Tortuga se habían ido a robar estéreos. Era increíble cómo todavía quedaban coches con estéreo en San Juan. Mientras trataba de pensar algo que tuviera cierta coherencia, se sentó por un rato en el Bar de la Calesita. Eran casi las tres de la mañana, y Dios ya no estaba, ni tampoco se veía la sotana del padre Paqui. Se pidió una cerveza y se quedó un rato mirando las luces de la plaza. Había dejado de hacer frío. (O tal vez él ya no sentía nada por tanto alcohol.) Ahora sí, decidido a llegar a su casa, salió a la vereda del bar, y de pronto vio, junto a un árbol, una caja como de medio metro de alto, que parecía rodar. No sólo eso. Parecía tener brazos; unos brazos mecánicos cuyas articulaciones remedaban las de un ser humano. Y en lo que sería la cabeza, había una suerte de cámaras, o binoculares que hacían ruido de cámara al hacer foco. Jesús se acercó al artefacto, y de pronto escuchó una voz femenina. La Cajita lo miraba, y le dijo:
— Hola. ¿Tenés fasos?
Friday, July 17, 2009
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