Tuesday, June 16, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 8.

8. El Diablo, los relojes y los autómatas


Los hombres de la Edad Media tenían temor a los mecanismos. Esos complicados relojes que parecían tener un alma de metal, hecha de engranajes y resortes, y también los autómatas, esos seres a mitad de camino entre lo mecánico y lo lúdico, que tenían el principio del movimiento en sí mismos, descolocaban a los rectores tomistas del pensamiento, que se quedaban sin categorías en las cuales insertar las nuevas invenciones. ¿Eran naturalia? ¿Eran artificialia? Había algo más bien diabólico en esos aparatos que se movían solos. Y los medievales tenían razón. Al Diablo le encantaban esos inventos, y siempre estuvo cerca, inspirando y ayudando a sus constructores.
Esta historia comienza en el siglo XIII. En una época tan lejana como esa, un oscuro inventor italiano, del que la Historiografía no ha podido recuperar más que su apellido (Gazari), construyó un “reloj planetario”, que no sólo señalaba las horas del día, sino que también indicaba la posición de la luna y el sol respecto a la esfera de las estrellas fijas.
Aquellas eran épocas duras para el Demonio. Debía vivir ocultándose de las turbas fanáticas que asolaban las calles de Europa, y que imaginaban la mano del Diablo actuando detrás de cada cosa que no entendían. La crisis del sistema económico feudal ya se hacía manifiesta; las formas rurales iban quedando irremediablemente atrás. Llegaba lo que los historiadores han llamado “el despertar técnico altomedieval”, que implicó una renovación general de las artes mecánicas, y el surgimiento de una clase (los artesanos e ingenieros) dedicada a crear soluciones técnicas para los problemas que planteaban las ciudades, y que ya no podían ser resueltos en el contexto de un pensamiento rural y feudal.
Satanás ni siquiera sospechaba en aquel momento que estaba en una ciudad (Florencia) que marcaría el rumbo del pensamiento moderno. Para él era todo simplemente diversión. Le divertían esos relojes que diseñaba y armaba su amigo Gazari en largas noches de alcohol, matemática y delirio. Le gustaba ver esas ruedas dentadas moviéndose lentamente, provocando el movimiento en otras ruedas que se combinaban. Contemplaba extasiado los resortes y los cilindros que giraban alrededor de ejes en distintas posiciones. Gazari se llamaba a sí mismo un “horólogo”, alguien que practicaba la ciencia del tiempo. Que alguien pudiera encerrar el tiempo en una caja metálica llena de cilindros y engranajes era algo que provocaba en Satanás la sensación de estar habitando en el centro de un misterio. Gazari calibraba los tornillos, medía los discos, cambiaba una rueda dentada por otra. Y el tiempo, atrapado por fin en un mecanismo, pasaba más lenta o más rápidamente. Varias veces se quedaron con Gazari trabajando en el taller hasta el amanecer.
El horólogo murió cuando tenía 56 años, sin haber salido nunca de la ciudad de Florencia. Pasó su última noche calculando la relación entre las agujas indicadoras y el movimiento de las pesas. Había dejado sentadas las bases de dos sistemas que en el futuro deberían ser integrados: el sistema de pesas y el sistema de círculos referenciales. El Diablo huyó de Florencia con todas las anotaciones y los cálculos de Gazari.
Ya a comienzos de la década de 1330, tenemos a nuestro amigo Satanás instalado en Padua, trabajando de ayudante del ingeniero Giovanni Dondi. Complicadísimos engranajes, una gran cantidad de movimientos en sus diferentes agujas, y un excepcional sistema de contrapesos (a cuyo desarrollo contribuyeron las anotaciones que el Diablo había traído de Florencia) ayudaron a que el reloj tuviera una gran autonomía de movimiento. Satán y Dondi terminaron la construcción del reloj en 1334. El ingenio indicaba la hora solar y el día del año; pero también representaba las posiciones de los planetas. El Diablo y el inventor festejaron la finalización de la construcción con una borrachera que duró cuatro días y seis horas, tiempo rigurosamente medido por el reloj.
Años más tarde tenemos a nuestro amigo cómodamente instalado en la Abadía de Cluny, ayudando a los ingenieros en la construcción de un reloj muy superior al de Padua. Indicaba el año, mes, semana, día, hora, y minuto. Este reloj tenía un gran mecanismo escénico: a cada hora, un cisne salía por una pequeña puerta, batía sus alas y cantaba dos veces, al tiempo que se abría otra puerta por la que aparecía un ángel que saludaba a una imagen de la Virgen. Y, paralelamente, una representación del Espíritu Santo descendía hacia la Virgen en forma de paloma. El Diablo propuso que la paloma que representaba al Espíritu Santo se metiera por debajo del vestido de la Virgen. Pero su idea no tuvo éxito. Tiempo después, y una vez terminada la construcción del reloj, el Diablo se empezó a aburrir en Cluny. Quería más. Quería avanzar en la construcción de mecanismos. Pronto comprendió que su nuevo destino era la ciudad alemana de Nüremberg; corría ya el año 1356.
Se cagó para aprender alemán. En ese tiempo no había Goethe Institut. Ni siquiera había Goethe. Tuvo que aprender en las fondas, en las posadas, y en esas plazoletas de mierda que había en Nüremberg, donde se juntaban los tipos a hablar boludeces, a tomar cerveza, y a mirarles el culo a las alemanas que pasaban. Encima declinaban para el orto. En fin, nuestro amigo le puso el hombro al dativo y al acusativo, y un tiempo después ya estaba trabajando de ayudante de los ingenieros alemanes que desarrollarían el nuevo reloj.
El reloj de Nüremberg también tenía un montaje escénico, pero presidido por una imagen del emperador Carlos IV. Cada doce horas, salían siete imágenes que representaban a los electores palatinos y se inclinaban ante el emperador, que les respondía con una lenta inclinación de su cabeza. Las representaciones escénicas en homenaje a reyes o reinas, o a imágenes religiosas, siguieron presentes en los relojes que se construyeron durante las décadas siguientes: el gran reloj de Rouen, construido en 1379, el de la Catedral de Salisbury, en 1386, y el de la Catedral de Wells, en 1392.
Poco a poco el Diablo se fue aburriendo de estos montajes escénicos cuyo único sentido era la indicación de la hora. El tiempo ya le parecía una sustancia demasiado regular, una cinta de montaje que corría y corría, pero que siempre se mostraba igual a sí misma. Ahora Satán quería que esas escenas móviles realizaran movimientos que ya no fueran reglados por su relación a la hora del día. La necesidad de indicar la hora siempre terminaba limitando el grado de los movimientos de las figuras. Algunos ingenieros comenzaron a pensar (y el Diablo, el Diablo siempre detrás de estas cosas) en construir, para las grandes fiestas ciudadanas, montajes escénicos que ya no fueran circunscritos a la utilidad técnico-productiva de indicar la hora, sino que sólo brindaran el goce estético gratuito mediante su imitación de los movimientos de hombres o de animales.
Villard de Honneccourt, ya en el año 1245, había proyectado un águila mecánica para ser situada en el crucero de una iglesia. El pájaro movería las alas y la cabeza cuando el diácono estuviera leyendo desde el púlpito. El águila nunca fue construida, pero el Diablo había conocido a Villard, que le contó acerca de su proyecto. Años después, Satán colaboraría en la construcción de las “muñecas vivientes de la corte de Borgoña”, utilizando mecanismos análogos a los proyectados por Villard de Honneccourt. Estas muñecas tenían articulaciones móviles, que funcionaban mediante un sistema de cables e hilos, disimulados entre sus vestidos. Los nobles de Borgoña, dada su debilidad por este tipo de ingenio, apoyaron las investigaciones de los artesanos y mecánicos que en el futuro quisieran avanzar en la construcción de autómatas.
El Diablo ya no podía con su genio. Había conocido a los ingenieros y relojeros más brillantes de su época y había trabajado con ellos. Disponía de los conocimientos técnicos más avanzados de la época en materia de autómatas. Un día no resistió a su propio ego y construyó un autómata que era una réplica de sí mismo. Fue en Cluny, una de sus ciudades preferidas. La construyó en sus ratos libres, en las horas muertas que le dejaba su trabajo de asistente técnico. Se trataba de un muñeco con facciones muy parecidas a las de él, incluso tenía cuernitos. El autómata se encontraba dentro de un mueble de la abadía de Cluny, y, gracias a un complicado sistema de cuerdas, podía moverse automáticamente durante algún tiempo. El historiador Grillot de Givry arriesga la hipótesis de que el pequeño diablo era usado para atemorizar a los infieles que no querían confesar sus faltas. El Diablo, que siempre se rió de Grillot, había hecho el muñeco simplemente para entretenerse, y porque quería ver en movimiento un autómata que no fuera una representación de Dios, o de la Virgen, o de alguno de esos reyes europeos, esa manga de pajeros que ya lo tenían cansado.
Llegó el año 1400, y nuestro Satán errante volvió a su querida Italia. La tradición que habían iniciado Gazari y Giovanni Dondi había continuado durante las décadas siguientes. El Cuattrocento italiano ofrecía ahora las mejores posibilidades para los constructores de autómatas. La península atravesaba un momento de gran bonanza económica, y, muchas veces, la competencia entre tiranos, príncipes y municipalidades se dirimía en el terreno de la espectacularidad de los ingenios mecánicos que cada uno era capaz de mostrar en las distintas festividades. Uno de tantos aparatos es descrito por Brunelleschi (en su libro titulado Con la mano). El artefacto fue construido para la fiesta de la Anunciación. Consistía en una gran esfera que representaba el mundo, rodeada de dos círculos repletos de ángeles que se movían a su alrededor. Pero, cuando el público menos lo esperaba, del interior de la esfera salía volando una extraña máquina de color marrón claro, con una imagen del arcángel san Gabriel.
Hacia 1450, tenemos a Satán instalado en un palazzo de la ciudad de Reggio, dedicado a construir la máquina con la cual dicha ciudad recibiría a Carlos VIII. El centro de la máquina lo ocupaba una imagen de san Próspero, patrón de la ciudad, que parecía volar. A sus pies se hallaba una plataforma giratoria con seis ángeles musicantes. Dos de los ángeles mecánicos se elevaban desde la plataforma, y llegaban hasta la imagen de san Próspero con las manos extendidas, pidiéndole las llaves de la ciudad y su cetro. Luego, como otra parte de la construcción escénica, aparecía una plataforma movida por caballos que se mantenían ocultos, sobre la que había un trono vacío. Tras el trono aparecía una estatua que representaba a la justicia, y en los ángulos había cuatro ancianos legisladores, rodeados por seis ángeles mecánicos que portaban banderas.
No podía faltar entre las amistades del Diablo por aquellas épocas el gran Leonardo da Vinci. En medio de múltiples actividades que incluían pintar la Mona Lisa, dibujar El hombre de Vitrubio, diseñar helicópteros, canales de navegación, máquinas de guerra y hasta planos de fortificaciones, estudiar de anatomía humana, y otras tantas cosas, Leonardo se hizo tiempo para diseñar un león mecánico gigantesco, que caminaba y periódicamente abría su pecho. El Diablo, por supuesto, lo asistió, tanto en el diseño como en la construcción. El león se exhibió en los festejos en honor a la entrada de Luis XII en Milán. Ya en 1490, y en ocasión de la celebración de las fiestas del Duque de Milán, Leonardo construyó un sistema planetario, similar al que había construido Brunelleschi tiempo atrás (y en el que el Diablo no había participado, pues se llevaba muy mal con Brunelleschi). El sistema mostraba todos los planetas moviéndose alrededor de la Tierra. Cada vez que un planeta del sistema pasaba cerca de la novia del duque, se abría la esfera, y del interior surgía una imagen del dios del planeta en cuestión, al tiempo que se escuchaban unos versos en honor a la dama, compuestos especialmente por el poeta de la corte.
Pasaron los años. Satán se aburrió de los diseñadores de autómatas. Después de la muerte de Leonardo, con quien vivió años inolvidables en los que nunca dejó de aprender, Satán se entregó a la bebida. Pero esta vez en serio. Fueron décadas y décadas oscuras, en los que el pobre Satán no distinguía su cuerno derecho de su cuerno izquierdo. Se recuperó, no mucho, y se metió a investigar con los alquimistas.
Nunca pudo convertir el plomo en oro, a pesar de sus poderes malignos. La vez que más se aproximó a lograr la transmutación tan deseada por los alquimistas, fue una noche en que consiguió, tras varias horas de trabajo, convertir tres pulseras de oro en plomo. Lo sacaron cagando del Colegio de Alquimistas de París. Corría el año 1614.
Lo que pasó hasta que el Diablo se mudó a Villa Krause lo vamos a dejar para otra ocasión. Lo importante aquí es contar que, en los días en que Satanasa conoció a Jesús, el Maligno había retomado sus investigaciones y su interés por los autómatas. Y no sólo eso. Había logrado construir, por primera vez, un autómata que tenía una total independencia de movimiento.
No era un reloj. Era una cajita de música. Más bien una pequeña fonola, que podía cargar hasta 25 discos compactos. Pero no sólo eso. La fonola tenía rueditas, y podía moverse independientemente con una batería que llevaba en su base. Tenía hasta cinco horas de autonomía. El Diablo le instaló un disco rígido, y la programó para robar estéreos. Ése era el verdadero sentido de la existencia de la fonolita. Tenía un juego de ganzúas en uno de sus brazos mecánicos, con el que podía abrir la cerradura de cualquier auto. Una vez que abría las puertas, podía sustraer el estéreo en veinte segundos, y guardarlo en un gabinete.
La bautizó “La cajita de música asesina”, en honor a una canción de Tía Newton que al Diablo le gustaba mucho, y que hablaba de una montaña terrorífica donde vivía una cajita de música que era asesina serial, y que nunca era descubierta por la policía.
El Maligno estaba en su taller de Villa Krause dándole los retoques finales a la Cajita de Música Asesina, y, al conectar el último circuito integrado, sintió que toda la estructura metálica vibraba, se movía; las rueditas giraban en el aire, los brazos mecánicos abrían y cerraban sus articulaciones: La Cajita estaba viva. Las cámaras de sus ojos hicieron foco en Satanás. Y, por uno de los parlantes, la Cajita emitió un sonido que dejó helado al Maligno:

— Hola. ¿Tenés fasos?

La Cajita hablaba. Y tenía voluntad propia. Eso no había sido programado por el Diablo cuando trabajó en el disco rígido. La Cajita volvió a hacerse oír:

— Hola. ¿Tenés fasos, loco?
— Nada de “loco”. Soy tu creador — respondió Satán.
— Dale, vieja. ¿Tenés un peso para el vino?
— No me digás que, además de fumar, tomás vino. No estabas programada para hablar. Vos tenés que robar estéreos.
— ¡Uh! ¡Pintó el vigilante! Dame un peso para el vino y después hablamos — respondió la Cajita.

Siguieron así durante dos horas.

Friday, June 12, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 7.

7. Historias de hongonautas

Jesús escuchaba voces que lo llamaban con palabras ininteligibles. Llegaban a él los fragmentos de frases pronunciadas hacía miles de años; un lenguaje olvidado pero conservado en la superficie de las piedras. El suelo ahora mostraba una multitud de signos disgregados, símbolos con lógicas pluriformes y contradictorias, como si se tratara de una escritura que funcionaba a diferentes niveles, palimpsesto de sí misma, un mundo hecho solamente de los hormigueos de las letras, donde todo lo que no fuera palabra estaba ausente, y donde lo que se decía en un nivel se negaba en el nivel superior o en el inferior.
Cuando abrió los ojos, Jesús estaba en una ciudad toda de barro y cañas. El lago había desaparecido, y en su lugar había filas de casas semienterradas en la greda. Hombres casi indiferenciados de los animales caminaban en cuatro patas para poder entrar en esas cuevas; hombres-topo, del mismo color del barro, que se comunicaban entre sí mediante un lenguaje poco desarrollado, hecho de gruñidos y de gestos más que de palabras. Los rostros se perdían en la noche. El mundo se mostraba como materia pura, como una pura disponibilidad, una arcilla ciega y sin forma esperando que las manos del demiurgo vinieran a darle un sentido. Cuando la luz y la forma penetraron en la materia surgió el mundo, miles de universos-isla que ahora se implicaban y se desencadenaban unos a otros, unos en otros, y Jesús vio entonces a dioses desconocidos enviando mendigos a las poblaciones donde se festejaba el fin de las cosechas. Si los ruegos de los mendigos no eran atendidos, los pueblos eran sepultados, quemados, convertidos en laguna. Y Jesús escuchó una voz que le dijo claramente: “sepultados, quemados, convertidos en laguna”. Fue entonces que comprendió que estaba presenciando las últimas imágenes de uno de esos pueblos condenados, donde los hombres habían involucionado y volvían a arrastrarse en cuatro patas, a habitar en cuevas inmundas y alimentarse de larvas, de moscas y de musgos. El mundo se mostraba ahora como un hervidero espantoso. Los recién nacidos eran devorados por gusanos y hormigas.

Clasegata caminaba ahora por el costado de un precipicio, mientras aves inmensas la sobrevolaban. Uno de los pájaros gigantes, de la raza de las grullas, vino a posarse frente a ella. Otros pájaros enormes se posaron junto a la primera grulla. Parados eran tan altos como una montaña. ¿Qué sería de ella ahora perdida ante esa raza de pájaros futuros? Cada vez eran más los pájaros posados. Y ahora cantaban. Gorjeaban impulsados por una máquina negra que se ocultaba en el fondo del abismo. La máquina los mantenía vivos y los hacía gorjear, pero eran todos parte de un gran mecanismo, un mega-pájaro que se expresaba a través de cada uno de los pájaros individuales y altísimos que ahora caminaban hacia Clasegata. Caminaban hacia ella pero no terminaban nunca de aproximársele. Como si, a medida que caminaban, la distancia que los separaba de Clasegata fuera creciendo, proporcionalmente a la velocidad de la caminata. Y en las melodías había un discurso entremezclado, un discurso que no pretendía seguir una línea, sino muchas, decenas, cientos de líneas que se abrían en ramales y ramales entrecruzados; daba la sensación de ser algo iniciado desde hacía mucho tiempo, pero esa mañana, ahí, junto al lago, Clasegata había llegado tarde. Había llegado tarde a ese devenir música de los pájaros inmensos. La raza humana había desaparecido, y sólo habían quedado los pájaros enormes asociados en un mega-pájaro para sobrevivir, y también habían quedado abismos, inmensas columnas que se elevaban absurdamente, más allá de las nubes, sin ningún sentido aparente. Y había otro tipo de seres, pero no eran animales, sino artificios. Eran como una suerte de helicópteros, del tamaño de inmensas grúas, con una hélice en la cúspide. Todo en ese mundo era alto, vertical, todo llevaba en sí el mensaje genético de alejarse de la tierra, del suelo, del origen. Los pájaros extendieron sus alas inmensas y levantaron vuelo. Clasegata miró en lo más profundo del abismo y vio que había un organismo que la estaba respirando como si su cuerpo estuviera hecho de aire; como si su cuerpo fuera una fuente de oxígeno que los pulmones de ese ser extraño, y también enorme, consumirían. Ella sintió que su cuerpo era transparente, y que flotaba en un acuario también transparente, y por eso no podía verse; era agua perdiéndose en el agua, un cuerpo sin forma perdiéndose en la clepsidra construida por un dios enloquecido y futuro, un hacedor delirante.

Satanasa, en tanto, estaba cagada de miedo porque se sabía perseguida por dos centauros que querían violarla. Sati corría pero sin dirección precisa. Los centauros (uno negro y otro blanco) la desnudaban con la mirada. Mientras el delirio de Clasegata era todo en formas verticales, el de Satanasa era, al contrario, un delirio de espacios que se abrían siempre horizontalmente. Era un mundo chato, casi sin altura, un paisaje plano donde el horizonte siempre parecía expandirse más y más allá. En ese universo chato y terroso, los centauros la avistaron de lejos, y ella ya no tuvo dónde ocultarse. Cuando la alcanzaron ella prácticamente no opuso resistencia. Las dos bestias la fornicaron como si Sati fuera la primera hembra que veían en mucho tiempo. Sus inmensos sexos la penetraron casi hasta destrozarla. Se vaciaron en ella, y ella se sintió, por primera vez en su vida, realmente llena y satisfecha. Cuando terminaron, el Centauro Negro habló:

— Decile al cornudo de tu marido que si sigue jodiendo le vamos a romper el culo a él, igual que como te lo hemos roto a vos.
— Sí —, agregó el Centauro Blanco — con nosotros no se jode, decile.
— Pero, ¿qué mierda les pasa? ¿Qué les ha hecho a ustedes mi marido?
— Vos decile, y listo. Él sabe de qué se trata — dijo el Centauro Negro.
— Miren, yo no soy cachiche de nadie. Si tienen algún problema con él, vayan a romperle el culo a él. ¿Por qué se la agarran conmigo? Yo no tengo nada que ver con él.
— Sos la esposa — constató, empíricamente, el Centauro Blanco.
— ¿Tiene algo que ver con la pendeja a la que le chorearon el celular la semana pasada?
— ¿Qué pendeja? — preguntó, alarmado, el Centauro Blanco.
— ¿Es decir que ustedes también chorean celulares? — se preocupó el Centauro Negro.
— Entonces no sé. No sé — dijo Sati.
— Decile que con la Cajita de Música Asesina no se juega — dijo el Centauro Blanco.
— ¿Lo qué? — alcanzó a preguntar Satanasa, pero mientras hablaba ya los Centauros se evaporaban en una niebla gris, y las imágenes del mundo aplanado dejaron paso a la imagen del lago, las montañas alrededor, y dos o tres veleros navegando sobre el espejo de agua. A un costado estaba Clasegata, que miraba alternativamente hacia abajo y hacia arriba. Su mirada parecía enfocarse en lugares altísimos, en estrellas aún visibles a pesar del sol de mediodía.

A todo esto, el Gordo Pésimo había sido atrapado por la policía, finalmente, siguiendo con la lógica de sus temores. El mismísimo Turquito lo había vendido. Había ido a la seccional de policía, y le había cantado todo al comisario: la dirección del Gordo, qué era lo que vendía y a quiénes, y hasta dónde y cuándo se había choreado la moto en la que andaba. Lo tenían sentado en una oficina alumbrada con un tubo fluorescente. En la oficina había un armario metálico, dos escritorios y varias sillas. Todo el amueblado era muy viejo. El lugar olía a vino barato mezclado con brillapisos. Sobre uno de los escritorios había una máquina de escribir. Era una comisaría de verdad.

— Te cantaron, Gordo. Decinos dónde está la bolsa y podemos hablar — dijo un tipo alto y de piel muy oscura, que parecía ser el comisario. Había otros dos policías con él, que parecían ser de menor rango.
— Qué bolsa — preguntó el Gordo.
— ¡No te hagás el pelotudo, Gordo! — gritó el comisario. — Te cantaron, te digo. Y lo único que queremos es que nos digás dónde está la bolsa. Eso es lo único que no sabemos. El que te vendió estaba muy bien enterado de todo.
— ¡El hijo de remil putas! ¡Lo mato al Turquito y la puta que lo…
— ¡Basta! ¡¡Se acabó!! — levantó aún más la voz el comisario. — Si nos das la bolsa, no llevamos la denuncia al juez. Si te seguís haciendo el pelotudo, pasamos tu legajo al juez, quedás detenido, y te manchamos los deditos.

La luz fue tomando lentamente una coloración dorada. Uno de los policías que acompañaban en el interrogatorio al comisario dio un paso hacia el costado, y, ante la mirada atónita del Gordo Pésimo, apareció otro policía exactamente igual al que se había movido. El otro policía hizo el mismo movimiento de auto-duplicación, y de pronto ya eran cuatro, y después cuatro más. En unos instantes, la oficina estaba atestada de policías con el rostro repetido. El único que se mantenía en su singularidad era el comisario, que ahora sonreía, sonreía, y su boca se estiraba hacia los costados de su cara, hasta que ésta quedó completamente dividida en dos. El mentón ahora le colgaba de su garganta. “Te manchamos los deditos”, alcanzó a decir el comisario por última vez, antes de que su mentón se le desprendiera del resto de la cara, y cayera al piso.
El Gordo Pésimo no quiso ya seguir mirando. Se tapó los ojos con ambas manos, y, parándose de golpe, arremetió contra los policías, en dirección a donde él imaginaba que estaría la puerta. Consiguió salir del lugar, mientras escuchaba miles de voces que hablaban de él, o le hablaban a él, advirtiéndole, conminándolo, amenazándolo; pero entre tantas frases dichas al mismo tiempo, el Gordo no podía distinguir ninguna. Sólo era un rumor, un vocerío amenazante e indiferenciado. Curiosamente, mientras corría intentando salir de la oficina de la seccional, no sintió frente a él la resistencia de ningún cuerpo oponiéndosele, cortándole el paso. Los policías, no obstante estarlo amenazando, se habían hecho a un lado a medida que él avanzaba. Llegó a la puerta. La abrió para salir, y consiguió volver a cerrarla, dejando a todos los policías dentro. Salió a lo que parecía ser una galería comercial. Casi todos los locales vendían artículos regionales: estaba en la Terminal de Ómnibus de San Juan. La gente caminaba distraídamente, mirando las pequeñas vidrieras, esperando la hora de salida de sus viajes. El Gordo dejó de correr. Tratando de reencontrarse con la vida normal, llegó hasta el kiosco de venta de revistas que funcionaba dentro de la Terminal, pidió un diario y una revista. Pagó y caminó ahora en dirección contraria, tratando de ver si los policías no lo habían seguido. Pero no vio a nadie vistiendo uniforme. Una vez que atravesó todo el hall de la Terminal, llegó a la cafetería. Pidió un jugo de naranja a la chica que atendía en el mostrador, y se sentó en una de las mesas.
Por el ventanal de la cafetería vio un ómnibus de color verde claro que salía del predio de la Terminal. Pensó que lo mejor sería irse. Estaba en el lugar indicado. No les había dicho a los canas dónde tenía guardada la merca. Podía dejarla escondida donde estaba, en su casa, y esos tipos nunca la encontrarían. Si se borraba por unos días, y después volvía, tal vez…

— Acá tenés tu jugo de naranja, gordo — le dijo la chica del café, llegando hasta su mesa con una bandeja en la mano. Pero en la bandeja no venía el vaso con su jugo de naranja, sino solamente un vaso vacío, que ahora ponía frente a él. ¿Por qué lo trataba con esa familiaridad? ¿Conocía a la chica?
— ¿Dónde está el jugo?— atinó a preguntar el Gordo Pésimo, advirtiendo que algo no andaba bien.
— Dame un segundo y te lo preparo — dijo la chica. A continuación, sacó del bolsillo de su delantal una naranja enorme, de tamaño casi absurdo, y la puso encima del vaso. Después, con un picahielo, hizo una incisión en la naranja, en la que después puso un sorbete. — Ahí tenés, dijo la mesera.
— ¿Pero no vas a exprimir la naranja? —, preguntó el Gordo, sabiendo ya que la cosa venía mal. Se había caído en el delirio de alguien. Alguien obsesionado con frutas, con naranjas.
— Exprimila vos, Gordo —, dijo la mesera, que ya lo trataba con un total desdén. — A mí se me manchan los deditos — agregó.

Ahí el Gordo Pésimo supo que en realidad no había logrado salir nunca de la comisaría. Creía que estaba en la Terminal, pero en realidad los policías aún lo tenían atrapado. Lo estaban medicando y le estaban administrando las alucinaciones. Volvió a ver la cara del comisario.

— Ahí reacciona. ¡Está volviendo! — dijo la voz de una mujer, que ahora lo miraba de cerca. Tenía la cara y la voz de la chica que atendía en la Terminal de Ómnibus, pero estaba vestida con un guardapolvo blanco, como una médica.
— ¡Auméntenle la dosis! ¡No puede volver todavía! ¡No nos ha dicho nada!— dijo el comisario, que ahora también vestía un guardapolvo blanco, y tenía el mentón en su lugar.

El Gordo sintió que alguien se movía cerca de él. No estaba en la Terminal. Pero tampoco estaba en la oficina del principio. Eso no era una comisaría. Era una clínica, y lo tenían en una camilla. La comisaría del comienzo había sido, también, otra alucinación. Quién sabe desde cuándo le estaban inoculando drogas para obtener la información que necesitaban. Sintió algo en su brazo. Tenía puesto un catéter en la vena. Por ahí le estaban inyectando los alucinógenos. Quiso arrancárselo, pero lo tenían maniatado. La doctora, con una jeringa en la mano, buscó la boca del catéter, e inyectó.

Ahora le tenían que hacer creer que nunca había estado en la comisaría ni en el hospital, sino que siempre había estado en la Terminal de Ómnibus, y que las otras imágenes provenían simplemente de un sueño. Pero recordaba demasiado bien la cara de la doctora como para que lo engañaran. Esta vez no. Estaban siendo muy burdos. No lo podrían engañar así como así. Caminando por el hall de la Terminal, buscó alguna ventanilla abierta. La ventanilla de la compañía Andesmar estaba atendiendo al público. Se acercó y pidió un pasaje a Neuquén, ida sola. El hombre que atendía la ventanilla lo miró y le dijo:

— No te puedo hacer pasaje a Neuquén. Se me manchan los deditos.

El Gordo quiso entonces salir corriendo de la Terminal. En eso sintió un brazo que lo agarraba. Lo tenían atrapado de nuevo.

— ¡Despertate, Gordo! ¡Abrí los ojos! Tenés un mal viaje —, decía el Turquito.
Ya casi todos los hongonautas estaban de regreso. Eran las dos de la tarde, y volvían todos a mirar el espejo del lago, que seguía igual, como si nada hubiera pasado.
El Gordo volvió, pero aún miraba al Turquito con desconfianza. También Jesús había vuelto. Pero en un segundo se puso de pie y salió corriendo hacia el lago:

— ¡¡Mírenme!! ¡¡¡¡Mírenmééééeee!!!! ¡¡¡Voy a caminar sobre las aguas!!!

Y entró caminando en el lago. Sati, preocupada, se empezó a sacar la ropa para ir a salvarlo, porque Jesús no sabía nadar. Jesús seguía avanzando, convencido de su capacidad para caminar por encima de las aguas. Pero en realidad se estaba hundiendo. El agua ya le daba al cuello, y seguía. Caminando, sí, pero no sobre las aguas, sino sobre el suelo resbaloso del lago. Hasta que un resbalón lo hizo trastabillar más de la cuenta, y su cabeza, que era lo único que se veía, se perdió de vista.

Tuesday, June 9, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 6.

6. La fiesta continúa

— ¡No soy yoooooooo! ¡¡¡Este no soy yoooooo!!! ¡¡¡Esta no es mi caraaaaaa!!! — gritaba Jesús, mientras vomitaba abrazado al inodoro en el baño del Rincón de la Boca.
— ¡Calmate, cabeza! — lo consolaba el Tortuga. — Ya va a pasar. Tratá de vomitar y después relajate un poco.
— ¡¡No soy yooo!! ¡Yo vine a traer la buena nueva, hijos de puta! ¡Y estos hijos de puta me van a cagar a palos!
— Está delirando — dijo Satanasa. — Yo lo conozco. Siempre empieza con esto de que no es la cara, y no sé qué chota, y después empieza con el delirio de persecución — siguió explicando la novia, a los pocos que se habían acercado a tratar de ayudar. — ¡Nene! ¡¡Nene!! ¡¡Escuchame!! Tratá de volver a la fiesta, están todos preguntando qué te pasa.
— ¡Esta no es mi caraaa! No no no.
— Mirá, es la única cara que yo te he visto, así que vas a tener que conformarte con ésa — trató de confortarlo Satanasa. — Tomate una sidrita para ver si se te pasa. El problema no es tu cara, sino que te has bajado como ocho cajitas de Bordolino — continuó la novia, haciéndose dueña de la situación.

En eso alguien trajo un repasador mojado para lavarle un poco la cara, y poco después Jesús estaba de regreso en la fiesta.
Ya eran cerca de las seis de la mañana, y Dios, que había interrumpido su relato bíblico, pidió el micrófono para hacer un brindis. Cuando todos los asistentes vieron que el padrino se disponía a decir unas solemnes palabras, hicieron un respetuoso silencio. Se detuvo la música, y Dios dijo:

— Queridos asistentes a la ceremonia. Autoridades del distrito. Padres. Hijos. Estamos aquí para conmemorar el tetragésimo primer aniversario de mi compadre el Padre Paqui al frente de la Parroquia de Villa Krause. Parroquia a la que tengo el orgullo — enfatizó Dios, levantando el dedo índice de la mano derecha — de asistir en calidad de contador y también de conspicuo solidario — y ya a esta altura del discurso, los pocos asistentes que no estaban alcoholizados comenzaron a intercambiar miradas con cara de incertidumbre. — Y es por eso, repito, por conmemorar hoy acá, con mi compadre el Padre Paqui, digo, y repito, por conmocionar el vigésimo tercer aniversario de mi compadre acá, y para que se cumplan muchos más aniversarios y podamos festejarlos como estamos festejando esta tarde acá todos juntos reunidos, para reconocer y certificar con nuestra presencia que la campaña que realiza mi compadre el Padre Paqui es la más mejor, y que por eso va a llevar a la Parroquia de Villa Krause a ser la más mejor de todo San Juan, de todo Latinoamérica, y por qué no, de toda la Argentina también. ¡¡Que viva el Padre Paqui, carajo!!
— ¡¡Esooooo!!
— ¡¡Que viva!!
— ¡¡Viva el Padre Paqui, mierda!!

Y así siguieron durante largos minutos, respondiendo al brindis propuesto por Dios, un poco para que éste se callara y dejara continuar la fiesta. Satanasa se acercó al DJ y le pidió que desenchufara el micrófono.

Zulma y Satanás bailaban abrazados en uno de los pocos rincones oscuros que quedaban en el salón. Eran las seis y media de la mañana, y ya el sol penetraba por las ventanas y por la puerta central. Aunque era tan tarde, casi nadie se había ido de la fiesta; la música seguía sonando, y la gente bailando, tomando cerveza, y yendo al baño a fumar marihuana, o a comprar, o a vender. En eso, Satanás habló en el oído de Zulma:

— Qué bien que te moviste esta noche en el baño. Hacía mucho que no gozaba así.
— Ay, las cosas que decís — contestó Zulma. — Ya no me digás más nada, que me da vergüenza.
— Me preocupa la situación de estos pendejos — dijo el Diablo.
— Afeitátelos.
— ¡¡Pero no, pelotuda!! Hablo de Jesús y mi hija. Él no tiene trabajo.
— Ya te veo venir. ¿Fue para eso que me invitaste a que te acompañara a la fiesta? Todos quieren sacarme algo — dijo la gorda.
— No necesito recordarte que tenemos un trato. Yo ya cumplí mi parte. Sos la Decana de esa Escuela de mierda.
— Pero tendrás mi alma a cambio, ¿no?
— ¡No me jodás, Zulma! ¡Vos sabés que a mí tu alma, como el alma de cualquiera de estos infelices, no me sirve para un carajo! Te quedaste en la época de Fausto. ¡Yo quiero guita! Quiero que le des un trabajo al inútil de mi yerno en tu Escuela de Comparsa. Mefistófeles dixit.
— No sé, no sé. Está difícil. Mi Escuela de Comparsa tiene un altísimo nivel académico. Estamos en el ranking de las 3 Mejores Escuelas del Mundo. Sólo la Universidad de Harvard y la Universidad de Oxford nos ganan. Yo no puedo meter a cualquiera.
— En algún lugar de la administración. Vos encontrarás una solución. Además, siempre podemos hacernos otro paseíto por el baño —, dijo Satanás.
— Está bien. Está bien. Decile a tu flamante yerno que me vaya a ver el lunes a eso de las once de la mañana. Y te tomo la palabra con lo de otro paseo por el baño — dijo Zulma, aceptando.

Entre tanto, en otro de los rincones del salón, Clasegata y su amiga Pato bailaban muy cerca la una de la otra. Se rozaban los cuerpos, se frotaban; y el Tortuga, que trataba de acercarse a ellas, las invitaba al baño. Las chicas simplemente se reían, y prometían irse con él cuando la fiesta terminara. Pero nadie estaba cansado, y parecía que la fiesta recién había comenzado. Jesús, que ya parecía recuperado del ataque de paranoia, bailaba abrazado a Sati, como si las ocho cajas de Bordolino se las hubiera tomado otro, y no él.
El DJ puso el tema de la película Pulp Fiction y todas las chicas que querían imitar a Uma Thurman se subieron a alguna mesa, y empezaron a mover el culo. Algunas no pudieron mantener el equilibrio y terminaron en el suelo. La que se mantuvo por más tiempo bailando encima de la mesa sin caerse fue la Pato, que corría con ventaja, porque había estado tomando merca media hora antes. Cuando terminó el tema de Pulp Fiction, los mozos pasaron levantando los cristales molidos de las copas rotas, y socorriendo a las chicas que se habían lastimado en sus caídas. Pero después el DJ puso otro tema más, y otro, y muchos más, de manera que la gente seguía bailando sin acordarse de lo que había pasado durante la canción anterior. Se hicieron así las nueve de la mañana, y muchos seguían bailando, turnándose para fumarse algo en el baño. Ahora Satanás bailaba con la Virgen, y Zulma con el Padre Paqui. El DJ puso la Lambada, y entonces todos se agarraron de la cintura para hacer el trencito.

A eso de las diez de la mañana mucha gente ya se había ido. Quedaban algunos haciendo cola para tomar merca en el baño, y en la pista de baile sólo quedaba el Tortuga que bailaba consigo mismo, mientras oía en su cabeza un tema de Jimmy Hendrix. Satanás se había escondido detrás de un pilar y le tocaba disimuladamente el culo a la Pato, que ya no se daba cuenta de nada, y confundía al Diablo con un amigo de su infancia que siempre le había gustado. Por otro de los rincones andaba Zulma, tratando de manotear el bulto del Padre Paqui. Dios y la Virgen ya se habían ido a dormir.
Diez y cuarto de la mañana. Sol altísimo. Llegaron el Turquito y el Gordo Pésimo, que habían desaparecido de la fiesta cerca de las tres de la mañana. Nadie había notado su ausencia hasta que los vieron entrar por la puerta principal del Rincón de la Boca. Traían una mochila con dos puñados de hongos alucinógenos. La fiesta revivió una vez más. El DJ abrió con una secuencia de bases electrónicas, y las quince o veinte personas que quedaban volvieron a la pista, con tanta energía como si la noche recién comenzara.
Entonces el Tortuga y el Canijo propusieron que la fiesta continuara en el Dique. Todos aceptaron, menos Satanás y Zulma, que decidieron borrarse porque ya estaban muy de la cabeza. A las diez y media, diecisiete personas, entre los que estaban el Tortuga, el Canijo, el Gordo Pésimo, Jesús, Sati, Clasegata, el Turquito, la Pato y varios más, se amontonaron en tres autos, cargaron algunas cajas de vino, 24 botellas de agua mineral, y salieron de la ciudad en dirección al oeste. Manejaron durante unos cuarenta y cinco minutos hasta llegar al Dique de Ullum.
Un poco después de las once de la mañana, los tres autos llegaban a una de las playas del lago. El Gordo Pésimo y el Turquito ya habían partido los hongos en pedacitos, y Clasegata y la Pato habían venido masticando durante el viaje.
Clasegata se sentó en el suelo, a la orilla del lago. El viento levantaba pequeñas olas que ella veía romperse contra la arena verde.

— Creo que ya empiezan los efectos…— decía Clasegata. — Tengo los dedos verdes. Tengo los dedos verdes, ¿no?
— Ahora venimos — decía Satanasa. Yo tengo las manos transparentes. ¡Mirá, mirá! ¡Se ve a través de mis manos! ¿Podés ver cómo tengo las manos transparentes?
— No. Las tenés verdes. Mirá, el lago es verde también. Mirá los colores. Cuántos verdes.
— Mirá — decía Satanasa, señalando hacia el centro del lago —, mirá, un barco. Es transparente también.
— Es verde, Sati. Si fuera transparente no lo podrías ver. Mirá cuántos tonos de verde…qué loco. ¡Nunca vi tantos verdes en mi vida! Ahora el barco tiene un olor… ¿no sentís el olor del barco?
— Tiene olor azul, olor a azul marino… Pero casi verde. Y un poco de naranja.
— ¿Olor de naranjas? ¿Olor de madera de naranjo?

Unos metros más alejados de la orilla estaban Jesús y el Tortuga. También comenzaban a percibir los efectos. El Canijo tomaba agua y caminaba inquieto, de un lado al otro; se paraba en el tronco de un árbol cortado, y de ahí saltaba; hacía tumbas, le gustaba ver que el cielo anaranjado daba vueltas alrededor de su cabeza. Jesús habló, y dijo:

— Me puedo ver mis propios ojos. Los ojos son transparentes a sí mismos. Son amarillos. Tengo los ojos amarillos. Y puedo ver a través de aquel cerro.
— No se puede ver a través del cerro —, dijo el Tortuga, que ahora se reía sin motivo.
— ¿Qué te pasa? — le preguntó Jesús.
— ¡El lago se mueve! ¡Se mueve el agua del lago, pero el lago no!
— No se mueve. Está quieto. Pero estas dos boludas van a derramar el agua. ¡¡Che!! —, gritó Jesús, dirigiéndose a Satanasa y Clasegata, que ahora se mojaban los pies en la orilla del lago. — ¡Dejen de mover el lago que se va a derramar el agua!
— ¡Nosotras no estamos haciendo nada! —, se defendió Sati. — Es aquél barco. No lo podés ver porque es transparente. El barco se mueve y se mueve el agua.
— ¡Van a derramar el agua y nos vamos a ahogar! —, dijo El Canijo, sumándose a la paranoia de Jesús.
— ¡¡¡Todos cállense!!! —, dijo el Tortuga. — ¡Estoy escuchando un tema de Miles Davis!
— ¡Yo no escucho nada!—, dijo Jesús.
— Es un sonido como de una escalera que baja. No, no. Sube. Y ahora baja. Es como si quisieras subir una escalera, pero no te movés, la escalera se mueve y vos estás quieto. ¿Escuchás?
— No escucho nada — dijo Jesús.
— Escuchá, escuchá —, seguía el Tortuga descomponiendo las tonalidades del tema de Miles Davis. — El tema tiene dos costados. Es como un cubo. Es más grande que el lago, si lo oís bien. Del lado de acá es el infierno. Es rojo y negro. Y del lado de allá es el paraíso porque es verde.
— Yo escucho la música del lago — agregó el Canijo. — Es de ondas azules, como cuando tendés una sábana blanca, ¿viste, que se ven ondas azules a través de lo blanco?
— Si le hacés un agujero en el medio a aquel velero podés ver a través de la vela. Pero no veo ondas azules, ni tampoco escucho la música del lago — dijo Jesús.

El Turquito y el Gordo Pésimo se habían sentado uno frente al otro, también a la orilla del lago, sobre una piedra grande y achatada. El Turquito fue el primero en ver que la cara del Gordo se deformaba: sus facciones se movían, la boca y los ojos se agrandaban hasta casi alcanzar los márgenes del rostro, y las mejillas se contraían, mientras el color de la piel variaba hacia el gris. Los ojos del Gordo ya estaban muertos, ya eran dos agujeros; el color del pelo también fue variando hacia el gris. Horrorizado, de pronto el Turquito vio que estaba ya no frente a su amigo, sino frente a una calavera que lo miraba y aún era capaz de sonreírle. No solamente de sonreírle, sino hasta de reírse a carcajadas; porque ahora el Gordo Pésimo lloraba de la risa, cosa que horrorizaba aún más al Turquito, porque estaba frente a un muerto, un cuerpo en estado de podredumbre que se burlaba de él. No podía comunicarse con el muerto, pero el sólo hecho de escuchar su risa le helaba los huesos. El Turquito quería escapar de la mirada de la muerte, pero no podía moverse de donde estaba sentado. Tenía que ser capaz de mirar los ojos de la muerte y de destruir su mirada. Si escapaba en ese momento (si salía corriendo en dirección a uno de los autos, por ejemplo) la muerte se quedaría mirándolo. Y lo que era mucho peor: lo miraría desde atrás. Lo miraría a él, cuando él ya no iba a estar mirándola. Es decir: le daba a la muerte la oportunidad de estar atrás de él, de traicionarlo. Paralizado por el terror, el Turquito se quedó mirando en los ojos huecos de la traidora. Esos ojos que ofrecían una imagen ambigua: estaban ahí pero no estaban; lo miraban a él pero al mismo tiempo miraban al lago; lo acechaban pero no. Lo ignoraban pero no. “Cualquier cosa (pensaba el Turquito); puedo hacer cualquier cosa menos huir y darle la espalda”.
La muerte (es decir: el Gordo Pésimo) volvió a cambiar lentamente de forma. De ver una calavera que fingía ojos lentos que lo miraban, ahora el Turquito pasó a ver frente a él los rasgos de un hombre-leopardo. Pero eran sólo rasgos, gestos que no terminaban de asentarse en una cara. Como si los gestos tuvieran la capacidad de existir sin la cara que los ejercía y les confería un ser. Rasgos y gestos que eran, por decirlo así, independientes de la cara de la muerte. La muerte era la muerte porque podía ponerse cualquier cara, cualquier gesto, como si se tratara de una careta. La muerte era un rostro abstracto, y todas las calaveras eran exactamente iguales. Era por eso que la muerte estaba escondida debajo de cada rostro, acechando el momento en que le diéramos la espalda, para saltar sobre nosotros como un leopardo. Recién ahora el Turquito comprendía que no había estado mirando dos imágenes distintas que se le confundían (la muerte - el leopardo), sino que se trataba de la misma imagen. La muerte no estaba nunca más allá, sino dentro de los cuerpos. No tenía ningún rasgo propio, pero tenía el poder de apropiarse de todos los rasgos que la habitaban.

Ahora todos estaban sentados o directamente acostados sobre la playa del lago. Ya no hablaban entre sí, sino que cada uno se comunicaba con su propio delirio.

Saturday, June 6, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 5.

5. Gran fiesta en el Bar “Un rincón de La Boca”


Después de varios días de intentos de suicidio, platos rotos, amenazas, insultos y golpes, las familias de Jesús y Satanasa se pusieron de acuerdo. La idea de la Virgen María no prosperó, y no habría aborto. En lugar de eso, Jesús y Sati se casarían. El Diablo propuso que la fiesta tuviera lugar en el Chalet Graffigna, pero la plata sólo les alcanzó para alquilar el Bar llamado “Un rincón de La Boca”, cuyos dueños eran amigos íntimos del Canijo y el Tortuga.
El casamiento por el civil fue un día viernes, y la fiesta en el Rincón de la Boca fue el sábado. Satanás invitó a todos sus amigos: los clientes de la mueblería y los ladrones de estéreos y televisores de Villa Krause. También estaba la Decana de la Escuela de Comparsa de San Juan, a quien todos llamaban “La Gorda Zulma”, y a veces, simplemente “Zulma”. Zulma y Satanás se habían conocido hacía un par de años, cuando el Diablo se inscribió en la Escuela de Comparsa para aprender algunos pasos de batucada. Desde ese momento, fueron inseparables.
Tampoco podían faltar los borrachitos amigos de Dios que se juntaban en el Bar de la Calesita. La Virgen María invitó a todos los muchachos y chicas que le compraban drogas. El Tortuga y el Canijo no sólo concurrieron a la fiesta, sino que ayudaron a servir las bebidas. Clasegata y las otras amigas de Satanasa llegaron muy temprano y se quedaron hasta el final de la fiesta. También asistieron algunos vecinos, desconocidos y colados.
El Padre Paqui fue quien casó a Jesús con Satanasa. En la fiesta estuvo casi todo el tiempo dormitando en un rincón. Ese sábado le había empezado a dar al Bordolino desde temprano en el Bar de la Calesita. Después, cuando se hizo la hora trasladarse a la fiesta, llamaron un taxi y pasaron de un bar al otro. El último recuerdo lúcido del Padre Paqui era el de ir sentado en el asiento trasero de un auto manejado por un desconocido, mientras los otros borrachos que lo acompañaban discutían algo relacionado con el fútbol. Dios no estaba con ellos, pero les había guardado una de las mesas preferenciales del “Rincón de la Boca”.
La noche transcurrió con normalidad. Los novios bailaron el vals; después se sumaron los padrinos y el resto de la gente. A eso de las cuatro y media de la mañana, Dios se hallaba sentado junto a sus inseparables amigos del Bar de la Calesita, y relataba una de sus historias preferidas: el Génesis.

— Al principio — comenzó Dios con su relato — yo creé los Cielos y la Tierra. La Tierra estaba confusa y vacía, y las Tinieblas cubrían…— Séeep. — Agregó el Padre Paqui. — ¡Los cielos y la Tierra creó aquí el compadre!— Pero mi espíritu — agregó Dios — se cernía sobre la superficie de las aguas. Y dije: “Haya luz”, y hubo luz. Y como la luz estaba buena, la separé de las Tinieblas. Y a la Luz la llamé día, y a las Tinieblas noche…— Seep. A la luz, día; y a las tinieblas… noche, así las cosas, como tienen que ser — agregó el Padre Paqui.
— Y hubo tarde y mañana, y día primero —, siguió diciendo Dios — y después dije “Haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas de otras”, y así fue.— Sep. Sí señor. Así fue —. Siguió asintiendo el Padre Paqui, mientras los otros borrachitos de la mesa miraban embelesados.

A todo esto, la Virgen, que estaba bailando un tema de la Bersuit agarradita con el Canijo, pudo escuchar parte del relato de Dios, entrecortado por las expresiones del Padre Paqui. Y entonces le dijo al oído al Canijo:
—Aprovechemos, Cani; el viejo empezó con el Génesis.

Tomados de la mano, y ocultándose de todas las miradas indiscretas, La Virgen y el Canijo agarraron para el lado de los baños. En el baño de hombres fueron directamente hacia el único inodoro que tenía un biombo que lo aislaba del resto del baño. Pero cuando empujaron, tratando de abrir, escucharon gemidos del lado de adentro, y también algunas palabras a medio pronunciar:
— ¡¡Ah!! ¡Ahha! ¡¡Así, así, aaaaaaaahhh, as, asmmpff!!
— mbrpf mbrfffttt ambrfftfttttaa.
— ¡Ah, así, así Satán, asíhh! ¡Pará, pará no! No me la bajés. ¡¡Correla!! ¡Correla que ya estoy muy mojaaaahhhaahahh así, así!, así, aj jajaaja, cosquillas no. ¡Cosquillas no, no seás hijo de puta! ¡¡Correla, Satán, la puta que te parióoohhmmfff!!
— ¡Agarrate Zulma! ¡Agarrate que ahí ohhhh, aahhhhaaaaaa! ¡¡Viva Perón, Carajo!!
— ¡¡¡Ayy!!! ¡¡Perón Perón, qué grande sos!!
La Virgen y el Canijo no quisieron interrumpir, y salieron del sector de los baños. Una vez que volvieron al corredor, vieron una puerta marrón, de tamaño un poco inferior a las demás. La abrieron y vieron que la puerta daba a los fondos de un restaurant que quedaba al lado del “Rincón de la Boca”, llamado “Superdomo”. La Virgen había escuchado muchos rumores acerca del Superdomo. Antes de preguntarle al Canijo si los rumores eran ciertos, prefirió esperar y ver qué se decidía a hacer su compañero.El Canijo trepó por una escalerita metálica que llegaba hasta una puerta de madera pintada de verde. Una vez que atravesaran esa puerta, estarían la planta alta del Superdomo, el epicentro de muchos chismorreos que corrían por la ciudad. La Virgen se decidió y siguió los pasos ascendentes de su amigo.
Cuando atravesaron la puerta verde, María se arrepintió de haberse metido en ese lugar sólo para poder escaparse de la fiesta con el Canijo sin que su marido la viera. Era un riesgo muy alto treparse a la planta alta del restaurante vecino. Alguien los podía ver. Habían llegado a un pasillo. Había tres puertas a la izquierda de ellos y cuatro puertas a la derecha. Se escuchaban voces, algunos gemidos. En eso una de las puertas se abrió: era un baño. Una chica rubia y delgadita, vestida con una remera fucsia brillante y una calza blanca, salió del baño y pasó junto a ellos casi sin mirarlos, para meterse en una de las habitaciones. La puerta se volvió a cerrar, y María y el Canijo volvieron a quedar solos en el corredor.
En eso oyeron la voz de un hombre que provenía de otra de las habitaciones cerradas. Parecía comunicarse con alguien por teléfono:
— Sí. Hola. Le hablamos de parte de la señora Hina. Le tenemos lo que usted había pedido. Sí. Tres pibas para dos diputados. Las van a llevar a su casa, y le tienen que entregar el dinero al chofer…
María y el Canijo apuraron sus pasos. Llegaron al final del corredor. Ahí había una escalera en espiral que llevaba a la planta baja del restaurante, y de ahí, si podían, saldrían sin problemas a la vereda, justo en la esquina de Libertador y Avenida España. Mientras bajaban por la escalera, se cruzaron con tres chicas que subían, dos rubias y una de pelo muy negro y muy largo, las tres muy pintarrajeadas. María entendió que se trataba de las chicas que pasarían el resto de la noche con los dos diputados. Siguieron bajando, y ya en la planta baja no había casi nadie. Sólo un chico atendiendo la caja, con cara de dormido, que saludó al Canijo, y tres o cuatro borrachos desperdigados por las mesas. Salieron a la vereda. Desde la esquina se escuchaba la música que salía desde el “Rincón de La Boca”. También una voz desconocida que hablaba por un micrófono. Tenían que apurarse si querían echarse un polvo, porque ya eran casi las cinco de la mañana, y pronto amanecería. El Canijo entonces tomó la mano de María, y comenzó a caminar apuradamente, casi corriendo, en dirección al edificio del Centro Cívico. La Virgen no entendía muy bien por qué iban hacia el Centro Cívico, ese edificio que había quedado a medio construir allá por los años ´70, y era sólo una estructura desnuda de cinco pisos de alto y dos subsuelos. El Canijo se movía como pez en el agua en el laberinto de entradas y salidas, pasillos apenas iluminados por la luz de un farolito, paredes de cemento sin pintar, pilares graffiteados. De pronto llegaron a una rambla y comenzaron a bajar: estaban entrando al subsuelo del edificio. Avanzaron unos metros, y llegaron contra un portón metálico que no se podía cruzar.
— ¿Dónde mierda estamos, Canijo y la puta que te parió?
— Pará un toque, loca.
Apenas llegaron al portón, un hombre con uniforme de policía salió a preguntarles qué querían. Sin inmutarse, siempre moviéndose con absoluta familiaridad, el Canijo le preguntó al uniformado si esa noche estaba de guardia El Chorizo. El uniformado dijo que sí, y entró a llamarlo. El lugar del que entró y salió el hombre de uniforme era como una cabaña muy improvisada, hecha de madera y restos de cartón prensado. Los policías estaban ahí haciendo guardia. ¿Pero qué custodiaban, además del edificio? ¿Quién se podría robar algo de ahí, si el edificio no tenía nada, ni siquiera paredes?De pronto María miró unos metros más allá de la cabaña, y vio una fila de automóviles, estacionados uno junto al otro. Luego el Canijo le explicó que ese era el lugar donde la policía guardaba los autos que habían sido quitados a sus dueños por multas de tránsito. Los autos que se habían retenido el día viernes se quedaban allí, en ese subsuelo, hasta el lunes siguiente a la mañana. Era por eso que él y el Tortuga venían acá los sábados y los domingos a la noche, si tenían la suerte de que su contacto, el Chorizo, estuviese de guardia. El Chorizo los dejaba pasar y afanarse un par de estéreos de los autos retenidos, a cambio de un poco de marihuana. Cuando el Canijo terminaba con su explicación, se abrió otra vez la puerta de la cabañita, y apareció el aludido Chorizo, con cara de dormido y los ojos inyectados por el alcohol.
— Compadre Canijo. ¡Se le saluda! — dijo el Chorizo.
— ¿Cómo anda, amigazo? — respondió el Canijo.
— ¿Y el Tortuga? ¿Lo cambiaste por esta mujer?
— Es María, una amiga. El Tortuga no pudo venir. Mirá, venía por lo de siempre.
— Está bien. El precio es el de siempre, también.
— Acá está — dijo el Canijo, mientras sacaba cinco porros de un bolsillo de su campera, y se los pasaba al Chorizo.
— Podés sacarte dos estéreos. Más no — dijo el Chorizo. — Aquel Peugeot azul y la camionetita blanca que está más allá… aquella, ¿la ves?
— Sí.
— Bueno, esa y el Peugeot azul tienen estéreo. Tenés una hora. Más no.
— Listo — dijo el Canijo.
María había entendido todo; sabía a lo que se dedicaban estos chicos, pero lo que no entendía aún era qué pasaría con el sexo. ¿Dónde iban a coger?El Canijo sacó de los inagotables bolsillos de su campera un juego de ganzúas. Empezó con la camioneta. Le llevó pocos minutos forzar la puerta. Entró y, usando otro juego de herramientas que tenía en otro de sus bolsillos, se dispuso a sustraer el estéreo. Tenía un alicate para cortar los cables, y una bolsa donde guardó el estéreo una vez que terminó. Trabajaba rápido.
Salió de la camioneta y agarró a la Virgen María de la mano, llevándola en dirección al Peugeot azul. Otra vez, el Canijo forzó la puerta del conductor, entró al auto y abrió una de las puertas traseras. Ahí María entendió.
Mientras el Canijo comenzaba a trabajar en el segundo estéreo, María subió al auto y se recostó en el asiento trasero. Encendió un porro y esperó que su amiguito terminara la faena. Una vez que el segundo estéreo estuvo en la bolsa, el Canijo se pasó del asiento delantero al asiento trasero, fumó un poco del faso que le convidaba María y después comenzó a besarle las tetas.
María percibía que el Canijo hacía todo como si fuera una máquina: robar estéreos, coger, fumar; todo era como parte de un proceso calculado. Se bajó el calzón y dejó que el ladronzuelo ahora usara sus habilidades manuales con ella.El Canijo se excitaba cuando robaba. Ya mientras estaba abriendo la puerta de la camioneta se había puesto al palo. De manera que se corrió apenas entró en el chocho de María. Salieron del auto muy transpirados, con mucha sed. Cerraron el auto, caminaron en dirección a la cabañita, y subieron por la rambla que llevaba hacia la vereda. El Chorizo había dejado el candado abierto, para que ellos lo cerraran al irse.Cuando volvieron a la vereda estaba amaneciendo; caminaron de regreso a la fiesta, que aún seguía. El Centro Cívico quedaba a una cuadra del “Rincón de la Boca”. Así es que cinco minutos después, María y el Canijo estaban tomándose una cerveza, festejando todo lo que habían compartido esa noche. En la mesa de al lado, Satanás y Zulma se miraban entre nubes de alcohol y cigarrillo. Tres mesas más allá, Dios seguía con su relato, que el resto de los borrachitos ya casi ni escuchaban:
— El hombre conoció a Eva su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín. Y después concibió a su hermano Abel, que fue pastor de ovejas, mientras Caín labraba la tierra.
— Sep — dijo el Padre Paqui. — Labraba la tierra.
— Pero un día, no sé que puterío hubo entre Caín y Abel. La cosa es que, estando juntos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató. Y yo le pregunté a Caín dónde estaba su hermano Abel. Yo ya me veía venir que alguna cagada se había mandado. Y entonces el muy turro me respondió con otra pregunta. Me dijo: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”.
— ¡¡Qué culiau!! — dijo el Padre Paqui.
— Y yo — continuó Dios con su relato — le dije a Caín: “¿Qué has hecho, hijo de puta? Te me vas ya mismo de acá, si no querés que te deje el culo como una jarra.”
— Seee. Como una jarra le tenías que haber dejado el culo a ese culiau — Dijo el
Padre Paqui.

Thursday, June 4, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 4.

4. La noticia.

Atemorizada pero contenida; llorosa pero reprimiendo sus lágrimas, Sati estaba en el consultorio del médico, que ahora procedía a abrir el sobre con los resultados de los análisis. La pequeña diabla tragó saliva. Jesús, que estaba sentado a su lado, pensaba que seguramente los 28 días de atraso eran una equivocación: Sati seguramente había contado mal, había multiplicado sin querer los días por dos, o por tres, o…

— Te felicito, Satanasa. Vas a ser mamá — dijo el médico, interrumpiendo las sinrazones desesperadas de Jesús.
— ¡¡Noooooooo!! ¡No puede ser! ¡Seguro que los análisis están equivocados! ¡No puede ser! — dijo Sati, mientras las lágrimas ya incontenibles rodaban por su cara.
— Tenés que calmarte, nena. Vas a ser mamá, y tu novio, acá presente, supongo que será el papá.
— ¡Calmate, Sati! — terció Jesús —. ¿Querés que vamos a la Plaza Cuadril a tomarnos unos vinos? ¿O al Bar Cuernavaca? ¿Querés que vamos a Cuernavaca?
— ¡No, no! — interrumpió el médico —. Van a tener que parar con los vinos y las cervecitas. Eso no le va a hacer bien a la criatura.
— Está bien, vamos a Cuernavaca— dijo Sati, secándose las lágrimas.

Jesús pensó que sería mejor agarrarlo a Dios borracho para darle la noticia del embarazo de su novia. Dos días después de la visita al consultorio médico, el Mesías se sentó en uno de los bancos de la plaza de Villa Krause, justo frente al Bar de la Calesita. A eso de las seis de la tarde llegó Dios, como todos los días, acompañado del Padre Paqui, y se sentaron junto a otros viejos borrachos que ya le venían dando desde temprano. Jesús, siempre sentado en el banco, escondió su cara detrás de un diario, para que el viejo no se avivara. Así pasaron las horas. Ya a eso de las nueve y media de la noche, Dios estaba dado vuelta. Jesús, entonces, cruzó la calle, llegó al bar, que tenía las mesas en la vereda, buscó una silla, y se sentó a la mesa que compartía su padre con los demás borrachos. El mozo de la Calesita le preguntó si se iba a servir algo, a lo que Jesús respondió:
— Un café, por favor —. Dicho esto, escuchó algunas risas reprimidas por parte de los borrachos.
— Café no tenemos, señor. Ayer nos cortaron el gas— respondió el mozo. —Pero le puedo ofrecer algo frío. Cerveza o vino.
— Cerveza—, aceptó Jesús.

Dios Padre no entendía qué hacía ese muchacho, tan parecido a su hijo, compartiendo la mesa con ellos. Aprovechó que el mozo andaba cerca y se pidió otro vaso de vino. Los borrachos se miraban entre sí, y cada tanto miraban a Jesús. Pasaron largos minutos hasta que volvió el mozo, trayendo el vino para el Padre Santo y la cerveza helada para Jesús. Una mosca se posó en el borde del vaso de vino que le correspondía al Padre Paqui. Otro de los borrachos quiso espantarla, y terminó volteando el vaso.
— Mirá lo que hacés, culiau—, dijo el Padre Paqui, muy alterado. — Esto lo pagás vos—, agregó, señalando el vaso hecho pedazos sobre el piso.
— Bueno. Bueno. ¡¡Bueeeeennnnooooo!! ¡¡La paz sea en vosotros, pecadores!! ¡¡Haya paz y silencio en la noche!! — dijo Dios, tratando de calmar los ánimos.
— Si estoy calmado, pero que el vaso lo pague este culiau, porque yo no lo rompí— seguía diciendo el Padre Paqui.

El mismo mozo volvió con una escoba y una palita para limpiar los vidrios rotos. Hacía ese trabajo como un experto, como quien ha limpiado miles de vasos rotos. En eso, Jesús, que ya estaba perdiendo las esperanzas de poder hablar con su Padre esa noche, vio que éste se erguía en su silla, y pedía la atención de todos los presentes.

— ¡Queridos amigos y presentes! Estamos acá reunidos…Estamos acá, digo, en esta noche…reunidos. Reunidos para conmemorar el veinteagésimo. El veinteragésimo…el ventuagésimo primer aniversario de mi gran amigo, que nos honra esta noche que estamos acá presentes con su presencia y con su amistad. Me refiero al Padre Paqui. Que, repito, ha sabido cuidar de la Iglesia de Villa Krause, y ha ayudado a que esta parroquia sea la más mejor de San Juan.

Jesús miraba, incrédulo, cómo los otros borrachos seguían con atención el discurso de su Padre. También el mozo, parado con gesto solemne, seguía el discurso del viejo. Y los otros clientes del bar, sentados a las otras mesas, también seguían cada palabra dicha por el Padre Santo.

— Es por eso, queridos amigos y presentes acá reunidos…Que levanto el vaso de mi copa… para conmemorar y agradecer — enfatizó Dios. —Digo bien: conmemorar este tetragésimo primer aniversario de nuestro amigo…acá…el Padre Paqui, que nos honra y enorgullece esta noche con su distinguida presencia…esta noche. Acá. ¡¡¡Viva el Padre Paqui, carajo!!!
— ¡Que viva!
— ¡Qué viva esa mierrrrda!
— ¡Que viva la Parroquia de Villa Krauseeee!

Todos los borrachitos ahora se entusiasmaban y aplaudían, y palmeaban la espalda del Padre Paqui, quien ahora tenía los ojos llorosos, Jesús no sabía bien si por la emoción o por los siete vasos de Bordolino que se había bajado a lo largo de la tarde. Jesús pensó entonces que un hombre capaz de decir “levanto el vaso de mi copa” no estaba preparado para mantener una conversación mínimamente coherente. Debería esperar a que el viejo durmiera. Agarrarlo en la mañana, recién levantado, desayunar con él y ahí, sí, decirle: “Viejo, vas a ser abuelo. Levantá el vaso de tu taza de café”.

En casa de la familia Satanás, las cosas no iban mucho mejor. Sati encontró a su padre encerrado en su habitación, hablando por teléfono. Cuando el viejo salió de su cuarto, Satanasa, que siempre simplificaba todo, le dijo:

— Estoy embarazada, viejito. Vas a ser abuelo.

Satanás la miró incrédulo. Y apenas pudo atinar a preguntar:

— ¿Qué has dicho?
— Que estoy hasta el moño, papi. Vos tenías toda la razón del mundo. Si seguía así la iba a cagar. Y la cagué, nomás.
— ¿Qué has dicho?
— Viejo, no me hagás repetirte las cosas. Estoy preñada. Embarazada. ¡Estoy hasta las manos! Fui al médico antes de ayer. El padre es el hippie inmundo que tanto odiás. La cagué, viejo. Ese Jesús es tan diferente a los demás…, no sé. Me hizo zapatear la cotorra como ningún otro hombre.

Lo que siguió a esta confesión de Sati fue una andanada de cachetadas por parte de Satanás. No sólo eso, sino que también el Diablo empezó a romper platos, jarrones, y hasta la mesita de Satanasa, aquella que él le había hecho con sus propias manos cuando era chiquita:

— Pendeja puta. ¿Cómo te atrevés a hablar así, frente a la foto de tu madre? Mirá lo que hago con la mesita que te hice cuando eras bebé, mirá. ¡¡Miráaaaa!! — decía el viejo, mientras pateaba la susodicha mesita, que en realidad no tenía la culpa de nada, y la estrellaba contra la pared.

Después de haber roto todo lo que se podía romper en la cocina y en el living, el Diablo puso un disco de Pink Floyd (el estéreo era una de las pocas cosas se habían salvado de su furia). Se preparó unos mates y se sentó en un sillón del living, pensando (con razón) que su vida era una mierda.
Satanasa hacía rato que se había ido a encerrar en su cuarto.

Y llegó el día siguiente en la casa de Dios y la Virgen. Jesús esperó a que su padre se preparara, como siempre, el café. Cuando escuchó a sus padres conversando, Jesús decidió sumarse al desayuno familiar. Fue a la cocina, y después de saludar y servirse, él también, una taza de café, les dijo:

— Viejo, Vieja. Tengo algo para contarles. Satanasa está embarazada.

Dios abrió la boca, que en ese momento tenía llena de café. El café cayó sobre sus muslos, quemándolo. María, que vio lo que se avecinaba, se le acercó para limpiarle las piernas con un repasador. El viejo, entonces, atinó a preguntar:

— ¿Qué mierda decísss?
— ¡Sosegate, Viejo! —, terció María.
— Dejame, dejame. Si estoy calmado — le contestó Dios. — Quiero que vos, pendejo de mierda, me repitás lo que acabás de decir.
— Lo que escuchaste. Que Satanasa, mi novia, está embarazada. Lo confirmó el médico. Ya es un hecho.
— ¡¡¡El hecho va a ser cuando yo te rompa la cabeza, borracho de mierda!!!
— ¡¡Sosegate, Viejo!! —, volvió a terciar María.
— ¡No me sosiego ni un carajo! ¡Le dije a este hippie, inútil de porquería, que no se juntara con esa chinita calentona! ¿Pero no ves que las mujeres son todas unas putas, boludo? ¿Qué vamos a hacer ahora?
— ¡Mirá, Viejo! Todo tiene solución, menos la muerte —, dijo María, siempre tratando de aportar algo de calma. — Le decimos a Sati que le pagamos un aborto, y listo. Yo tengo un médico que siempre me compra fasos, y le puedo preguntar a él—, agregó María.
— ¡Callate, vos! ¡Y que sea la última vez que en esta casa se pronuncia esa palabra! —, dijo Dios, con el dedo índice de su mano derecha en alto.
— ¿La palabra “aborto”? —, preguntó la Virgen María.
— No. La palabra “pagar”. Si quieren cuchara, que la pague el padre de la puta. Yo no tengo un mango.

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 3.

3. Jesús, la Virgen y el Padre. Y un poco más del Diablo y su nena.

Cuando María vio que su hijo estaba tan enamorado, se alegró; pero le dijo a Sati, de mujer a mujer, que se cuidara, que no fuera como esas pendejas pelotudas que se quedan embarazadas apenas huelen un calzoncillo. Después de ese diálogo, la Virgen siguió en sus cosas, en sus negocios que iban cada vez mejor.
Pero el problema llegó cuando Dios se enteró de que su hijo estaba saliendo con la hija de Satanás. El Padre Santo estaba, como siempre, acompañado por el Padre Paqui y otros dos o tres borrachos, tomándose unos vinos en el Bar de la Calesita, cuando vio aparecer a su hijo abrazado a la chica con cuernos. Esos cuernitos blancos y brillantes de Sati convencieron a Dios de que la chica era realmente una Satanás por vía directa. Dios seguía mirando a la feliz parejita cruzar la calle, impávido, con la boca abierta. En ese momento trató de imaginarse la apariencia de sus futuros nietos. ¿Tendrían cuernitos los nenes? Esa imagen borrosa de un bebé babeando y con cuernitos fue suficiente para que al Padre Santo se le atragantara el Bordolino, hasta casi ahogarse. Esa misma noche esperó a que su hijo llegara a la casa (cosa que en realidad ocurrió a las ocho y media de la mañana del día siguiente), y le dijo: “Hijo, esa mujer es la tentación del demonio para desviarte de tu camino. Si vuelvo a verte con esa turra, ¡la chota que te voy a salvar!”
Jesús ya venía un poco maltrecho. Había ido con Satanasa al bar Cuernavaca y habían estado escabiando toda la noche. Se bajaron nueve porrones entre los dos, hasta que Satanasa, ya muy en pedo, se subió a una de las mesas y se puso a bailar un rock and roll, moviendo el culo como si estuviera en Pulp Fiction. Pero estaba muy dada vuelta y se cayó, rompiendo dos copas y uno de los porrones. Terminaron echándolos del Bar, pasadas las cuatro de la mañana. Y cuando iban caminando (o tratando de caminar) por Urquiza, y ya hacía dos cuadras que habían atravesado Libertador, unos cabezas los apuraron para sacarles plata. Jesús quiso defenderse, pero uno de los chuñas peló una navaja. La cosa se estaba poniendo espesa, cuando en eso Jesús creyó reconocer al chuña de la navaja: era el Canijo, y el otro no era sino su inseparable amigo el Tortuga. Cuando todos terminaron de entender quién era quién, reconociéndose a través de las borrosas nubes del alcohol, se abrazaron emocionados. Satanasa estaba tan mal que reía y lloraba al mismo tiempo. Lo único que no le temblaba eran sus cuernos. Finalmente decidieron irse los cuatro a tomar algo a algún lado. Entre todos juntaron 2 pesos con veinte centavos. Les alcanzaba para un Bordolino en cajita. Se fueron hasta un kiosco, y se quedaron escabiando hasta las siete y media.
Después de todo eso, Jesús llegaba a su casa, como antes relatábamos, y Dios lo estaba esperando, sentado frente a una taza de café, para decirle: “Hijo, esa mujer…etc.”
Jesús estaba tan borracho que se sentía transparente. Las nueve cervezas que se había tomado con Satanasa las había sabido asimilar, pero ya lo del Bordolino había ido demasiado lejos. Entonces sentía que lo que salía de la boca de su padre no era aire, sino palabras materiales, hechas como de metal brillante, como piedras filosas y resplandecientes que lo traspasaban, a él, que estaba nadando en un mar de Bordolino. No era tanto el Bordolino, sino el aire frío, el viento de la madrugada que corría y había dado contra su cara una vez que salió del kiosco, acompañado de su inseparable novia. Era por eso que ahora cada palabra de su padre rebotaba en el interior de su cabeza vacía, o llena, llena de vino; un mar de alcohol tenía Jesús en su cabeza, y de pronto sintió que su padre lo estaba queriendo asaltar para quitarle todo lo que llevaba encima, y se puso a la defensiva, como si Dios fuera a atacarlo.
Y en realidad lo estaba atacando. Lo estaba cagando a trompadas por borracho. En verdad, como Jesús estaba tan en pedo, cuando se puso a la defensiva, ya el viejo le había acomodado siete sopapos en la boca. Tan atrasados estaban los reflejos de Jesús.
Los ruidos despertaron a la Virgen María, que dormía como una bendita, y que intercedió para salvar a su hijo de las manos de Dios, que golpeaba como una bestia sanguinaria, y Jesús habló, y dijo (mientras hilos de sangre y saliva bajaban por su mentón): “Que no se rompa la cajita. Cuidado el Bordolino”.
Entonces la Virgen le dijo a su marido: “Dejalo, viejo, por ahí es sólo una calentura. Ya vas a ver que se echan un par de polvos y se les pasa”.

— ¡¡¡Qué par de polvos ni par de polvos!!! ¡Andá a la pieza, vos! ¿Quién te preguntó algo? ¡Vos sos la que le llena la cabeza de huevadas a éste para que siga garchando con esa pendeja con cuernos! — contestó Dios, ya muy alterado.
— Vení, nene. Vení, que te preparo una leche para que te acostés.

Dios se fue a trabajar a la Iglesia; Jesús se acostó, y la Virgen le curó las heridas con unas gasas con merthiolate. Juntos así, la Madre con el Hijo, parecían la Piedad de Miguel Ángel.

Mientras tanto, en casa de la familia Satanás, las cosas no eran muy diferentes. A la misma hora que Jesús recibía una andanada de golpes de parte de su Padre Santo, el Diablo le acomodaba una patada en el culo a su hijita. Pero Satanasa, pobre huerfanita, no tenía una madre que la protegiera de la furia paternal. Tal vez eso mismo fue lo que pensó el Diablo cuando estaba por acomodarle la segunda patada en el culo. No obstante pensar eso, le terminó de patear el traste. Cuando se cansó de castigar a su hija (ya iba por la patada número diecisiete), Satanás, el de los pies ligeros, se sentó en un banquito, y habló, poniendo su mejor cara de Ángel Caído.

— Mirá, hija. ¿Ves este banquito donde estoy sentado ahora? ¡Lo hice con mis propias manos, para vos, hija mía. ¿Ves aquella mesita? Fue la primera mesita que tuviste. Y también te la hice yo. Ahí, sobre esa mesita, hija mía, comiste tus primeras papillas, que tu madre, que en paz descanse, te preparaba con todo el amor del mundo —, y mientras decía esto, una lágrima traicionera se escapaba del ojo izquierdo de Satán.
— Andate a la reputísima madre que te parió — dijo Sati, por toda respuesta.
— Tratá de comprenderme, Sati. Las cosas son así. Vos ya tenés veinticinco años. Y si tomás una decisión, cualquier decisión, yo la voy a respetar. Pero tenés que entender que yo puedo estar preocupado al verte con ese hippie mugriento, con ese borracho que además viene de una familia que, bueno, mejor ni hablar. Ese Jesús no hace una mierda. Y vos, desde que estás con él, tampoco. Tengo que preocuparme, hija mía. ¿Qué pasa si yo me muero? y…
— ¡Ay, Viejo! ¡Dejate de decir boludeces! Mirá, yo ahora no puedo hablar mucho. Estoy muy en pedo. Me bajé cinco porrones y un vaso de vino, yo solita. Me caí de una mesa, me echaron de un bar, me asaltaron, después me quisieron navajear, y después llego a casa y vos te cansás de patearme el orto. Al menos dejame dormir, y hablamos mañana, ¿sí?
— Ya es mañana. Pero igual, tenés razón. Andá dormí y esta noche conversamos bien. Yo estoy muy preocupado por vos.

Pero ni Jesús ni Satanasa escucharon a nadie. Pasaron las semanas, y ellos siguieron en lo mismo. El Canijo y el Tortuga los intentaron asaltar tres veces más en los alrededores del Barrio de Desamparados, siempre cerca de los bares que daban a la Calle Urquiza. Los echaron seis veces más de Cuernavaca. Pedían plata y cigarrillos por la calle. Empezaron a chorear lo que había dentro de los autos que se estacionaban en la Urquiza.
Y Una mañana de fines de marzo, Sati se despertó en un lugar que le resultó extrañísimo. Como si estuviera en otro mundo. Tuvo miedo de haber muerto. Trató de recordar adónde había ido la noche anterior. Tuvo que hacer memoria durante largos minutos para comprender por fin que había despertado en su propia casa, en su propia cama, ya que la noche anterior no había salido a ningún lado. Pensó que las cosas se estaban yendo muy al carajo, y después, casi como por casualidad, sus ojos se fijaron en el calendario que tenía colgando de la pared de su pieza. Hizo cuentas, calculó, miró el calendario una y otra vez, pensando que se había equivocado de mes.
Pero no.
Llevaba 28 días de atraso.

Wednesday, June 3, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 2.

2. El Diablo y su hija.

El Diablo había enviudado cuando Satanasa tenía diez años. De manera que la pequeña Sati se transformó en la luz de los ojos de su papi. Satanás tenía también, como José, una carpintería. Pero cuando murió su mujer decidió que había llegado el momento de mudarse de ciudad. Quiso aire nuevo, una casa diferente, un barrio distinto. Y quiso también que su hija creciera lejos de una casa habitada casi completamente por el fantasma de su madre.
De manera que Satanás armó sus valijas y se instaló en Villa Krause. De hecho, su casa quedaba a dos cuadras de la Plaza y de la Iglesia. Muy cerca de la casa que después alquilarían Dios y la Virgen. El Diablo siguió trabajando su carpintería, haciendo lustrados para una mueblería de unos amigos, y a veces también movía televisores y pasacassettes robados que le traían unos muchachos que había conocido en la mueblería. Se metía en todo menos en la merca. La marihuana le resultaba saludable, pero la merca le daba miedo. Veía cómo los pobres muchachos que choreaban para él a veces se gastaban lo que no tenían en una línea, y se horrorizaba.
Cuando habían pasado unas semanas de la mudanza de la familia divina, el Diablo se enteró, a través de la gente que conocía desde hacía años, del negocio que estaba haciendo la Virgen María prácticamente en sus narices, en sus cuernos, y se juró que esa hija de puta se las pagaría.
Con Dios no tenía prácticamente ningún problema. Lo veía chupando en el Bar de la Calesita con el padre Paqui, a quien también conocía, y le parecía un borrachín inofensivo, un oficinista que hacía la contaduría de la Iglesia de Villa Krause y que era sistemáticamente engañado por su esposa. En fin, un inútil.
Así estaban las cosas. La Virgen María creciendo con su negocio de merca. El Diablo preocupado porque pronto sus negocios con televisores robados se vería afectado por la voracidad de esa turra recién llegada de quién sabía dónde, pero con muy buenos argumentos en su boca (y entre sus piernas) para tratar con policías y comisarios, y hasta para buscar ayuda en el Padre Paqui si la cosa se le complicaba. Y por otro lado estaba Jesús. Ese boludo. El Diablo comenzó a observar a ese muchacho de pelo largo, túnica y sandalias, y trató de pensar en qué medida sería peligroso: ¿colaboraba con su madre trayéndole clientes? ¿Le ayudaba a abrir mercados?
En realidad, después de mucho observarlo, Satanás concluyó que Jesús era menos peligroso que su padre; es decir, era un cero a la izquierda. La preocupación acerca de Jesús no llegó a durar siquiera diez minutos. Era un tarado que ni pinchaba ni cortaba.
Esa despreocupación del Diablo duró hasta que vio a su hija caminando por la plaza, abrazada a Jesús. Ahí fue cuando Satanás vio todo rojo. O sea, más rojo de lo que habitualmente veía, porque siempre veía rojo. Pero esta vez, vio muy rojo. Roja su hija caminando abrazado a ese imbécil rojo de túnica roja y sandalias rojas. La sangre roja del Diablo hirvió. Enceguecido de furia cruzó la calle y agarró a su hija del brazo, y la obligó a venir con él a su casa, y la encerró en su cuarto. Ni los gritos ni el llanto de Satanasa sirvieron para que su padre cambiara de idea.
Jesús, por su lado, se quedó sorprendido ante la aparición del horrible anciano de barba y cuernos que, enfurecido, se había llevado de un brazo a Satanasa. ¿Quién era ese hombre que, mientras lo separaba de Sati, le decía “hacete a un lado, hippie de mierda”? ¿Quién sería?
Sus amigos el Canijo y el Tortuga le dijeron de quién se trataba. Era el Diablo. El padre de Sati. “¿No le viste los cuernos?”, le preguntó el Canijo, sorprendido de la boludez de Jesús.
“Ahhhh”, dijo Jesús, comprendiendo todo.
Esa fue la cuarta sinapsis de Jesús en esos días.

ZC. ZONA DE COMPARSA. Capítulo 1.

1. La Familia Divina se muda a Villa Krause.

Esta historia tiene lugar en el San Juan de la Post-historia, es decir, en el San Juan que trataba de emerger del hundimiento argentino de diciembre del 2001. Digo que “trataba”, porque en aquel tiempo todavía algunos creían que San Juan lograría emerger, salir o salvarse; agarrarse de algún ataúd flotante y navegar a la deriva hacia cualquier lado. Ahora sabemos que nada de eso fue posible.
Esta es la historia de Jesús y de Satanasa, quienes vivieron un apasionado romance a comienzos del año 2002.
Hay que recordar que toda la Familia Sagrada se había mudado a Villa Krause por aquellos años, y alquilaban una casa en pleno centro de la capital del sur, frente a la plaza, a pocos metros de la Iglesia. La Virgen María tenía todo cerca: la plaza, para ir a mirar bultos; la Iglesia, para irse a confesar de todos los bultos que había mirado, y la panadería.
Dios Padre había contraído nupcias con la Virgen María poco después de que ésta se divorciara legalmente de José. José casi ni se enteró de nada. Simplemente siguió trabajando en su carpintería, lijando, clavando, escofinando, y le importó tres carajos que María viniera un día y le planteara el tema del divorcio.
“Ma sí. Andate a la reconcha de tu vieja”, fue todo lo que José respondió. La Virgen María le hizo caso. Ya tenían todo arreglado con Dios Padre, que se había conseguido un trabajo en la Iglesia de un lugar ignoto llamado Villa Krause, San Juan, Argentina.
A todo esto Jesús, el hijo de María, y ahora hijo adoptivo de Dios Padre, festejó el hecho de que su madre se hubiera independizado de José. Jesús tenía miedo de terminar sus días trabajando en esa carpintería roñosa. Hacía tiempo que su padre lo perseguía con la escofina en la mano, y Jesús le venía sacando el cuerpo. “Acá no te me vas a seguir haciendo el artista, mocoso vago, inútil de mierda”, eran algunas de las sutilezas que José le decía a su vástago. “Decile a los soplanucas esos de amigos que tenés que vengan a ayudarme con la escofina”, seguía diciendo José, mientras María miraba todo con el ceño fruncido.
En fin, todo se solucionó, o casi, cuando María le pidió el divorcio a José, y se casó con Dios Padre. Jesús tuvo la última cena, rodeado de sus doce amigos más íntimos. Pedro y Andrés trajeron unas empanadas y unas pizzas; Felipe y Bartolomé ayudaron a Jesús a preparar el asado. Jesús puteó a Felipe porque dejó que las costillas se chamuscaran; Felipe, que ya le había estado dando al Bordolino desde temprano, le contestó a Jesús que si le seguía gritando le iba a sacar la cabeza de un sillazo. Al final tuvo que intervenir Mateo para calmar los ánimos. Pero todo terminó bien; todos de amigos. Incluso, a la hora de la despedida, terminaron cantando a gritos esa conocida canción que dice:
“Se va a acabar/
Se va a acabar/
La dictadura mi-li-tar”
Ante reiteradas quejas de los vecinos, Dios Padre se dirigió a Jesús y sus doce amigos desde la ventana de su dormitorio, diciéndoles:
“ ¡¡¡Cheeeeeee, manga de putos, dejen de hacer quilombo que la gente tiene que dormir!!!” Mientras, decía esto, Dios pudo ver cómo Judas, a quien todos apodaban “El Iscariote” (vaya uno a saber por qué) le partía la boca de un beso a Jesús.
Dios ya había escuchado comentarios acerca de los amiguitos de su hijo. Puso su cabeza sobre la almohada, y, mientras pensaba que a Jesús le vendría bien un cambio de aire, se durmió, no sin antes masturbarse con el recuerdo de la hermana de María Magdalena, también amiga de su hijo, que por aquellos días lo tenía reloco.
Apenas la familia divina llegó a San Juan, se enteraron de que el sueldo de Dios había sido depositado en un Banco que inmediatamente había entrado en quiebra. A todo esto, la moneda argentina se había devaluado, y el sueldo que recibiría Dios por su trabajo en la Iglesia de Villa Krause valdría tres veces menos. Los ahorros que habían traído les alcanzarían a duras penas para veinte días. Dios caminaba preocupado por la Plaza; la mirada casi clavada en el piso, una o dos baldosas por delante de sus pasos incesantes, incansables, sin dirección clara. “La puta que me parió”, pensaba el Padre Divino, “mirá cómo me vine a clavar en el culo del mundo.”
Pero no todas eran desesperanzas en la familia divina. María no se resignó: ella no había venido a este lugar a que la derrotaran. Tenía educación, caía bien con la gente, hizo algunos contactos, y a las dos semanas ya estaba pegando fasos. Hizo amigos, se movió, hizo más amigos, y dos meses después ya estaba comprándose su propia bocha de marihuana, y hasta le ofrecieron vender merca. María no le decía que no a nada, y se movía como pez en el agua. Cuando los milicos la agarraron fumándose un troncho con su amigo el Turquito, la detuvieron, pero estuvo adentro sólo dos horas, lo suficiente para adornar al comisario. Sólo le exigieron, para terminar de liberarla, que chupara un par de pijas, a lo que María tampoco dijo que no.
Pasaron así los meses. Dios se adaptó a la vida pueblerina de Villa Krause. María casi nunca estaba en la casa. Dios, entonces, para pasar el aburrimiento, jugaba al Ludo-Matic contra sí mismo, o llamaba por teléfono a personas desconocidas, a las que terminaba insultando porque no entendían sus bromas. Su único amigo era el Padre Paqui, que también trabajaba en la Iglesia. A veces se afanaban la limosna y se tomaban unos vinos en el Bar de la Calesita.
A todo esto, se preguntarán los lectores, ¿qué era de la vida de Jesús? ¿Cómo se las estaba apañando en su nueva ciudad? ¿Tenía amigos? ¿Pegaba fasos? ¿Se estaba empomando a alguna minita?
Todas estas preguntas se contestarán, a su debido tiempo. Sólo hay que tener paciencia.
Pero habrá que comenzar diciendo que Jesús estaba viviendo en una etapa post-adolescencial. Tenía ya 34 años, y aún daba la impresión de no encontrarse a sí mismo. ¿Qué quiero? , ¿Qué puedo? , ¿Qué soy?, se preguntaba Jesús, cuasi kantianamente, diríamos, en las noches interminables de febrero del 2002. Aprendió los acordes básicos de guitarra, lo justo y necesario para tocar los temas de Sui Generis, y así andaba, de plaza en plaza. Se iba caminando de Villa Krause a Santa Lucía, ida y vuelta, con su guitarra al hombro. Una noche unos cabezas lo quisieron asaltar cerca de la conocida Plaza de la Joroba. Pero estaban todos tan dados vuelta (los cabezas y también Jesús), que terminaron haciéndose amigos. Ahí mismo aprovecharon para tratar de asaltar al próximo desprevenido que pasara por ahí. Esperaron un rato, hasta que uno de los cabezas se acordó de que tenía un billete de dos pesos arrugado en un bolsillo, y fueron hasta el primer kiosco que encontraron abierto a comprarse un porrón. Jesús se sentía uno más entre los cabezas, pidiendo plata a la gente que pasaba por la vereda, emborrachándose con lo que encontraba. Empezó a hacer algunas artesanías, además de cantar. Se juntaba casi todas las noches con los cabezas que lo habían intentado asaltar en la Plaza de la Joroba. Una noche, cerca de la Avenida Libertador, apretaron a un par de pendejas para que les dieran algo de plata, una de ellas se asustó y al salir corriendo dejó caer el celular. Vendieron el celular por 20 pesos en la puerta de un bar, y con esa plata se fueron a pegar fasos a la Plaza Cuadril, que quedaba en Santa Lucía.
Así era la vida de Jesús por esos meses. Mientras tanto, la Virgen María le apañaba todo. Una vez Jesús quedó en juntarse en la Plaza de Villa Krause con sus amigos los cabezas para ir a comprar marihuana. Cuando vio que sus amigos caminaban hacia su propia casa, a Jesús le cayó la ficha de que la que vendía los fasos en ese sector era su mamá. Desilusionado, pero no mucho, Jesús dejó a sus amigos con la Virgen María, y caminó en soledad (esta vez ni siquiera llevaba su guitarra) hasta los bares de la Avenida Libertador, una vez más, hacia ese centro neurálgico de la noche sanjuanina donde confluyen la perdición y la nada. Era febrero. Estaba en una ciudad prácticamente desconocida, sus únicos amigos eran los mismos que lo habían querido asaltar cuando lo conocieron, y ahora estarían probablemente follándose a su vieja. En fin, su vida era una mierda. Una mierda, pero no tanto, pensó, mientras se sentaba a tomar una Hesperidina en un bar que daba a Libertador. Cuando su mano derecha iba dirigiendo la embocadura del vaso hacia su propia boca, Jesús la vio. Fue como una revelación. Pero ¿quién podría estarle revelando cosas, si su Dios Padre estaba en ese momento emborrachándose en el Bar de la Calesita con el Padre Paqui, y su madre la Virgen, estaría muy ocupada revolcándose con sus amigos, el Tortuga, y el Canijo? Volvamos a lo importante. Era una revelación, tal vez no divina (no proveniente de la familia divina) sino solamente humana. Era Satanasa a quien estaba viendo. Morocha, piel lozana, sólo con tres o cuatro espinillas que adornaban tiernamente su pequeña naricita, pantalón jean ajustado, y esos hermosos cuernitos que sobresalían de su cabeza. Sí, Satanasa tenía cuernitos, dos blancas y brillantes prominencias que parecían completar el marco de su cara.
Es decir, Jesús se había enamorado.
Y a todo esto, seguía mirándola a través del vaso. Jesús se obnubiló. Si todo En busca del tiempo perdido había empezado con una magdalena, ¿qué sería lo que estaba comenzando aquí, ahora que la mano no sostenía una magdalena sino un vaso de Hesperidina que ahora se derramaba, mojando los labios, la barba, la túnica y hasta las sandalias de Jesús, que había dejado hasta de parpadear? Parte de la Hesperidina lo mojó, como ya se dijo, pero parte importante del líquido de hecho había ingresado en la boca abierta de Jesús, provocando una mezcla de espasmo, tos, ahogo, que le impidió seguir contemplando el milagro, la visión, la aparición de Satanasa en una vereda de la Avenida Libertador. Satanasa y dos amigas, además. Y una de las amigas, a quien todos apodaban Clasegata, era amiga, a su vez, del Canijo.
Jesús seguía obnubilado. Pero, mientras apoyaba el vaso sobre la mesa (y, esto es decir, mientras podía mirar libremente, y sin la refracción del vaso de Hesperidina, el milagro, la visión, la aparición de Satanasa), el cerebro de Jesús hizo la primera sinapsis después de varias semanas de inactividad, y pensó en hablarle a Clasegata, con la excusa de que era amiga del Canijo, como él, y así entrar en una conversación de la que podría participar, tranquilamente, Satanasa.
Clasegata detuvo su paso ante el llamado de Jesús. Simpática, contenta como siempre, le dijo que sí, que se acordaba de él. Jesús se confundió un poco ante la sonrisa de la Clasegata. Se había enamorado, sí, de la chica de cuernitos, que ahora, según veía, continuaba alejándose de él (y de Clasegata), sin detenerse a conversar con ellos. Pero el enamoramiento repentino que tenía por objeto a la chica de cuernitos no debía dejar pasar de largo esa sonrisa amplia, sugerente, de Clasegata. Jesús hizo la segunda sinapsis en varias semanas, y se quedó conversando con la Clasegata.
La chica sonreía, conversaba, se reía, miraba a Jesús directamente a los ojos, desafiándolo. Jesús no podía dejar de pensar en Satanasa (esa cara, pero sobre todo esos hermosos cuernitos…), pero tampoco podía dejar pasar una oportunidad semejante. Clasegata no se parecía en nada a Satanasa, pero igual estaba buena: castaña-rubia, esbelta, pelo largo, y sobre todo esa simpatía que sugería que quería algo más. Jesús le preguntó a Clasegata el nombre de sus amigas, sobre todo intentó averiguar el nombre de la chica de cuernitos. Fue en ese momento que de la boca de Clasegata salió el sonido más puro, la música más bella de todo el universo conocido. “Satanasa”, dijo Clasegata. Y agregó: “Se llama Satanasa. Se fueron porque estaban apuradas. Pero te las presento otro día.”
Jesús no retuvo el nombre de la otra chica. Tampoco podía retener la erección que tenía, y que ya era casi imposible de disimular a través de la túnica. “¿Querés que vamos a caminar un rato por el parque?”, le preguntó a Clasegata (completando así tres sinapsis al hilo en la misma noche).
Las sinapsis de Jesús se detuvieron ahí. A partir de ese momento, todo se tornó confuso. No era tanto la Hesperidina, ya que casi toda la que había en el vaso de Jesús había ido a dar a su túnica. Era algo más. Como si la atmósfera de los alrededores del parque estuviese cargada de un gas tóxico, de un aire pesado que rompía la realidad en fragmentos inconexos. En un momento Jesús estaba caminando por un sector oscuro del parque junto a Clasegata. Al momento siguiente estaba viendo otra vez la cara de Satanasa a través del cristal del vaso; y al instante siguiente estaba lamiendo los pezones de Clasegata, que se había desnudado en los instantes previos, pero había sido todo de repente. Todo estaba oscuro pero los ojos de Clasegata brillaban libidinosos. Jesús buscó el botón del pantalón de Clase y lo desprendió, bajó el cierre, pero ahí la lógica cedía una vez más, y volvía a ver la cara de Satanasa, y, esta vez, también la cara del Canijo, que lo miraba a través del mismo vaso de Hesperidina que había sido el marco por el que apareció el rostro más bello que Jesús nunca había visto. Clasegata ahora estaba metiendo sus manos entre la túnica de Jesús. Ya se habían besado (ni Judas lo había sabido besar con tanta pasión), pero Jesús no retenía nada en su memoria, los momentos se le escapaban, se sentía pasando como por un túnel del que sabía que no iba a recordar nada cuando terminara de atravesarlo, como si quien era en ese momento fuera sólo eso, un ser momentáneo que moriría, que se desintegraría junto con la memoria de todos los momentos vividos pero irrecuperables, y emergería del otro lado, sin saber que estaba emergiendo, y sin saber que estaba del otro lado. Cada idea que tenía venía a él al mismo tiempo que lo abandonaba; cuando terminaba de comprender algo, ese algo se le escapaba, y volvía a él convertido tal vez en otra idea, más veloz, más insistente, y otra vez todo se le escapaba. No supo cuánto tiempo había pasado desde que habían llegado al sector más oscuro del parque, pero en un instante que no se perdió en el vuelo de los otros instantes, es decir, en un instante que se sostuvo en la secuencia temporal, conectado al instante anterior y dejando paso al instante siguiente, Jesús vio un pericote caminando lentamente hacia ellos. Clasegata ahora se bajaba el pantalón hasta los tobillos. Jesús pensó que con los pantalones bajos no sería capaz de huir. En ese momento, no supo bien si por la emoción que le produjo la imagen de Clasegata desnuda, de frente, o por la imagen del pericote que los seguía mirando, Jesús se corrió en un gemido que lo hizo temblar, asustado de sí mismo, mientras el pericote huía, y Clasegata lo mandaba a la puta madre que lo parió.

Pasaron unos días. Jesús se sentaba cada noche en el mismo bar, con el mismo vaso de Hesperidina, mirando o tratando de mirar a través del cristal que había sido el marco por el que…etc.
Desilusionado, volvía a su casa de Villa Krause totalmente beodo, siempre después de las siete de la mañana, preguntándose si todo no habría sido nada más que un sueño o un delirio. ¿Existía realmente una chica llamada Clasegata? ¿Y Satanasa? ¿Existía la chica de los cuernitos? El único testigo que tenía de aquella noche era el pericote.

Pero una noche los cabezas lo encontraron en la esquina del bar, y lo invitaron a un cumpleaños. Todo se resolvió en muy pocos minutos. Caminaron por Avenida Libertador, doblaron hacia la derecha por una de las calles laterales, y tocaron el timbre en una casa desde la que salía ruido de música y gente hablando, y olor a tabaco mezclado con comida. Alguien abrió la puerta: era Clasegata, que los invitó a pasar.
Una vez dentro de la fiesta, Jesús vio a Satanasa, y fue como si la estuviera viendo de nuevo por primera vez, como si la chica, sólo con el hecho de existir ante él, fuese capaz de anular el paso del tiempo. Ahora Jesús encontraba el sentido de todo. Tuvo la intención de buscar un vaso para mirarla a través del cristal, pero ella no le dio tiempo a nada. Simplemente se acercó hacia él y se presentó:

— Hola. Soy Satanasa.
— Hola. Me llamo Jesús.
— Pero podés decirme “Sati”. Acá todos me dicen así.

Los cuernitos le brillaban contra la luz de la ventana. Porque había una ventana. Recién ahora Jesús se percataba.
Aquella fue una noche loca; inolvidable y loca. Conversaron un rato en medio de la música y las risas del cumpleaños, pero querían estar solos, así que se fueron de la casa de Clasegata, que ahora bailaba parada sobre una de las mesas. Jesús quiso ir primero al bar donde había visto a Sati por primera vez. Tenía esa fijación, y cuando llegaron, pidió una Hesperidina y estuvo mirando a Satanasa a través del cristal, enmarcando su cara, su cuerpo, sus cuernos, su cuerpo de nuevo, sus brazos, su nariz (de muy cerca), y de nuevo su cara, la completad, la totalidad anegando la mirada. Él terminó la Hesperidina, y ella su cerveza, y caminaron por Libertador, hacia el Este, perdidos del mundo, sin enterarse de que dos policías de civil los siguieron durante cuatro cuadras. Los canas habían confundido a Jesús con un artesano que vendía merca en la Facultad de Filosofía, pero después vieron que no se trataba de él y los dejaron de seguir. Caminaron tanto que llegaron a la Plaza Cuadril, y allí mismo, debajo de un farol roto, se besaron.

ZONA DE COMPARSA - LA NOVELA

Dear All.

El eje principal de este blog será la publicación de la Novela ZONA DE COMPARSA, que pronto estaré terminando. El formato será por entregas.

ZONA DE COMPARSA se publicó en San Juan hacia fines del año 2002, en un formato de Comic, como parte de la revista de difusión universitaria SEROTONINA. El guión constaba de siete capítulos, de los cuales sólo tres se llegaron a publicar. La revista Serotonina dejó de salir, y los dibujos de los últimos 4 capítulos nunca se hicieron.

Esta publicación por entregas es un experimento. Tal experimento consiste en poner un guión, que fue pensado para el lenguaje del comic (algo escrito pensando en dibujos, viñetas, textos cortos, etc.) en lenguaje de novela. La cantidad de capítulos va a aumentar. Lo que eran siete capítulos en formato de comic, pasará a unos treinta capítulos en formato de novela.

Reportaje exclusivo a la Virgen María de la FFHA, UNSJ, San Juan, Argentina.

“El Problema del Racismo en los Estados Unidos.”

Reportaje Exclusivo a la Virgen del Hall de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes (Universidad Nacional de San Juan, Argentina).

En un gran esfuerzo de producción periodística, El Blog de Pijo se acercó hasta el hall de la Facultad de Filosofía para realizarle algunas preguntas a la Virgen María, a lo cual ella accedió gustosa, tal como nos dijo, pues se aburre mucho en ese lugar.

Periodista: - ¿Se siente bien con haber sido entronizada en el hall de la FFHA?

Virgen: - No, para nada. Este lugar es peor que un mausoleo. Ni siquiera por ser época de elecciones una ve algo interesante, algún hombre lindo, por ejemplo, o aunque más no sea algún buen bulto. Estoy podridísima de ver también el montón de gordas que transitan por estos pasillos.

P- ¿No le parece eso un poco agresivo con la gente que la puso en el lugar donde está?

V- No, ni ahí. Es la pura verdad. Pará que prendo un faso. Ya está. Te decía que no, que ni ahí me parece agresivo, loco, lo agresivo fue que me pusieran acá sin consultarme, a que me cagara de aburrimiento, a que todos los días viniera un montón de gente turra a pedirme ridiculeces, etc.

P- Está bien, está revelándonos una nueva faceta de su personalidad. Nunca hubiéramos pensado que usted se expresaría en esos términos, ni que fumara.

V- Sí, comencé a fumar a los cinco días de que me pusieran acá. Los nervios, el estress que me contagian estos.

P- ¿Cigarrillos, solamente, o también le hace al paco?

V- Y..., sí. Para qué te voy a mentir. Me re-cabe la pastina.

P- Bueno, volviendo al punto inicial de nuestro reportaje, usted nos decía que no quiere estar acá. Pues bien, ¿en qué otro lugar le gustaría que la hubiesen entronizado?

V- Y, mmm..., a ver, dejame pensar. Por ejemplo en un sauna estaría bueno.

P- ¿Un sauna? ¿Le parece, María, que en un sauna usted se sentiría bien?

V- Sí, ¿cuál es? Por lo menos vería cosas más interesantes que lo que tengo que ver acá. Ayer, sin ir más lejos, vi a dos gordas que se franeleaban; ¿a vos te parece que a mis años yo tengo que soportar cosas como esa? Ni siquiera se podían encontrar las conchas entre tanta carne. Yo te digo, loco; a mí me gusta el Bordolino, pero hay cosas que ya van demasiado lejos. Una tiene sus principios estéticos. Me gustaría ver cosas más excitantes que un par de gordas metiéndose mano.

P- Perdón, pero, ¿está diciendo que a usted le gustaría ver a la gente teniendo relaciones?

V- Síiiiii, sí, loco, me gustaría ver a la gente coger. Y no sólo “mirar” me gustaría. ¿Qué querés? Si a mí casi nunca me tocó.

P- No deja usted de sorprendernos. ¿Dice que usted “casi nunca” tuvo relaciones? Esa es una revelación muy seria, María. La historia dice que usted fue concebida por el Espíritu Santo, sin pecado.

V- Y bueno, hermano. Esos apóstoles amigos de mi hijo decían cada cosa... Si yo te dijera las cosas que hacían entre los apóstoles y Jesús.

P- Bueno, le pido que conteste sin evasivas. ¿Usted concibió a Jesús tal como nos enseña la Escritura o no?

V- No, loco, NO. NO. ¿Te quedó claro? NO. Yo no me llevaba bien con José, eso es cierto. Todo el día en la carpintería, el tipo. Yo antes había tenido onda con otro, y... bueno, vos sabés, nunca se olvida el primer amor.

P – ¿Y quién fue ese hombre?

V – Mirá, no te puedo decir, porque fue persona muy conocida, con mucho protagonismo en la historia.

P- Está bien. Respetamos su intimidad. Y dígame, ¿tuvo entonces otros amores a lo largo de la historia?

V- Y, sí, muchos tipos vinieron también a pedirme cosas. A lo largo de la historia me tiré algunas canitas al aire, sí. ¿Y quién no?

P- ¿Nos podría decir con quién salió? ¿Hubo algún argentino entre sus amores?

V- Sí, con Pajarito Zaguri tuvimos una historia. Fue en el Buenos Aires Rock del ’72. Su grupo sonaba como el culo, pero en la cama se defendía bastante bien. Cero onda para la música el tipo, por suerte después se dedicó a otra cosa.

P- Hablando un poco de música, vemos que no le gusta mucho la onda progresiva, folk. ¿Qué escucha María cuando está sola?

V- Yo escucho Attaque 77, los tengo ahí arriba. Después algo de Flema, 2 Minutos. Pero no hay como Attaque. ¡Era Edda Bustamante!!!!Era Edda Bustamante!!!!!! Eddaaaaaaaaaaaa!!!!!!! / Era Edda Bustamante!!!! , Era Edda Bustamante, Eddddddaaaaaa!!!!!!!

P- Bueno, María, por favor, ya nos queda claro la música que le gusta. ¿Podría bajarse de la mesa y dejar de cantar así continuamos con el reportaje?

V- Bueno, mató, sigamos.

P- Muy bien. Continuemos. ¿Ayuda usted a las personas que le vienen a pedir cosas? ¿Tuerce usted el destino de una persona que viene a rendir un examen final, por ejemplo, o un parcial?

V- Ni ahí.

P- Pero, ¿no le parece que está defraudando las esperanzas de la gente que confía en usted, María?

V- ¡Que se caguen!! ¡Que estudien! ¡Que aprendan a pelarse el culo!! Pendejas de mierda, son unas pajeras. Ni siquiera entienden el problema del racismo en los Estados Unidos, y vienen a pedirme que las ayude!!

P- Bueno, bueno, le pido que baje un poco el tono de los insultos, María, El Blog de Pijo es una página seria que no tolera ciertas cosas.

V- Como te decía, que se vayan a la mierda. Yo te voy a decir por qué les va mal a las pendejas de la Acción Católica en los exámenes. Les va mal porque nunca estudian un carajo, y se pasan el día ratoneándose como las mejores. Llega momento de rendir los exámenes, y las minas tienen una chota dibujada en el cerebro. Yo sé lo que te digo, porque puedo ver en interior de las personas. Y es así, de una. Yo no te voy a mentir. Tienen una chota dibujada en la cabeza.

P - Por favor, María, terminemos con ese lenguaje ofensivo y procaz.

V- Mirá, loco, ¿por qué no me chupás un huevo? Vos venís y preguntás, entonces bancatelá, hermano. Yo no te pedí que me hicieras el reportaje. Yo estaba acá de lo más tranqui, fumándome un fasito, y vos viniste a hincharme las pelotas, y sin que nadie te llamara. Así que dejate de joder.

P- Pero usted aceptó el reportaje, María, y un reportaje debe seguir ciertas reglas de cortesía. Reglas de convivencia social, ética, respeto, valores!!!!

V- Como quieras. Pará que me prendo otro fasito. Ya está.

P- Bueno, para ir redondeando el reportaje. Le realizamos la última pregunta. ¿Qué opina de la Virgen Desatanudos, que ahora se ha puesto tan de moda?

V- Uhh. ¿Vos también te creíste esas pelotudeces? Es una turra, una turraza la Virgen desatanudos. Yo opino que es una impostora de cuarta, y de todos los milagros que dicen que realizó, ninguno es creíble. Además, yo no seré la Madre Teresa, como te dije recién, tuve mis asuntitos por ahí. Pero ¿ella? Ja!!!! Fue una chupapijas hasta los 23 años. Siempre tuvo inclinaciones muy tempranas al sexo. Parece que sus padres eran swingers, y que la mina se crió viendo cada cosa... Después se convirtió a la santidad. Pero después de 23 años de farra yo también me convierto a la santidad. Así cualquiera. Ella no tuvo una vida de sacrificios como yo. Yo vengo poniendo el culo en esta profesión desde el año 1 Después de Mi hijo, más o menos, y esta culeada viene a nacer en mil ochocientos sesenta y pico, y todas las viejas salen a pedirle milagros. Son de cuarta, loco.

P- Le agradecemos mucho que haya contestado todas nuestras preguntas, María.

V- Bueno, mató, loco. Nos vemos. Un saludo a todos los que me conocen.