6. La fiesta continúa
— ¡No soy yoooooooo! ¡¡¡Este no soy yoooooo!!! ¡¡¡Esta no es mi caraaaaaa!!! — gritaba Jesús, mientras vomitaba abrazado al inodoro en el baño del Rincón de la Boca.
— ¡Calmate, cabeza! — lo consolaba el Tortuga. — Ya va a pasar. Tratá de vomitar y después relajate un poco.
— ¡¡No soy yooo!! ¡Yo vine a traer la buena nueva, hijos de puta! ¡Y estos hijos de puta me van a cagar a palos!
— Está delirando — dijo Satanasa. — Yo lo conozco. Siempre empieza con esto de que no es la cara, y no sé qué chota, y después empieza con el delirio de persecución — siguió explicando la novia, a los pocos que se habían acercado a tratar de ayudar. — ¡Nene! ¡¡Nene!! ¡¡Escuchame!! Tratá de volver a la fiesta, están todos preguntando qué te pasa.
— ¡Esta no es mi caraaa! No no no.
— Mirá, es la única cara que yo te he visto, así que vas a tener que conformarte con ésa — trató de confortarlo Satanasa. — Tomate una sidrita para ver si se te pasa. El problema no es tu cara, sino que te has bajado como ocho cajitas de Bordolino — continuó la novia, haciéndose dueña de la situación.
En eso alguien trajo un repasador mojado para lavarle un poco la cara, y poco después Jesús estaba de regreso en la fiesta.
Ya eran cerca de las seis de la mañana, y Dios, que había interrumpido su relato bíblico, pidió el micrófono para hacer un brindis. Cuando todos los asistentes vieron que el padrino se disponía a decir unas solemnes palabras, hicieron un respetuoso silencio. Se detuvo la música, y Dios dijo:
— Queridos asistentes a la ceremonia. Autoridades del distrito. Padres. Hijos. Estamos aquí para conmemorar el tetragésimo primer aniversario de mi compadre el Padre Paqui al frente de la Parroquia de Villa Krause. Parroquia a la que tengo el orgullo — enfatizó Dios, levantando el dedo índice de la mano derecha — de asistir en calidad de contador y también de conspicuo solidario — y ya a esta altura del discurso, los pocos asistentes que no estaban alcoholizados comenzaron a intercambiar miradas con cara de incertidumbre. — Y es por eso, repito, por conmemorar hoy acá, con mi compadre el Padre Paqui, digo, y repito, por conmocionar el vigésimo tercer aniversario de mi compadre acá, y para que se cumplan muchos más aniversarios y podamos festejarlos como estamos festejando esta tarde acá todos juntos reunidos, para reconocer y certificar con nuestra presencia que la campaña que realiza mi compadre el Padre Paqui es la más mejor, y que por eso va a llevar a la Parroquia de Villa Krause a ser la más mejor de todo San Juan, de todo Latinoamérica, y por qué no, de toda la Argentina también. ¡¡Que viva el Padre Paqui, carajo!!
— ¡¡Esooooo!!
— ¡¡Que viva!!
— ¡¡Viva el Padre Paqui, mierda!!
Y así siguieron durante largos minutos, respondiendo al brindis propuesto por Dios, un poco para que éste se callara y dejara continuar la fiesta. Satanasa se acercó al DJ y le pidió que desenchufara el micrófono.
Zulma y Satanás bailaban abrazados en uno de los pocos rincones oscuros que quedaban en el salón. Eran las seis y media de la mañana, y ya el sol penetraba por las ventanas y por la puerta central. Aunque era tan tarde, casi nadie se había ido de la fiesta; la música seguía sonando, y la gente bailando, tomando cerveza, y yendo al baño a fumar marihuana, o a comprar, o a vender. En eso, Satanás habló en el oído de Zulma:
— Qué bien que te moviste esta noche en el baño. Hacía mucho que no gozaba así.
— Ay, las cosas que decís — contestó Zulma. — Ya no me digás más nada, que me da vergüenza.
— Me preocupa la situación de estos pendejos — dijo el Diablo.
— Afeitátelos.
— ¡¡Pero no, pelotuda!! Hablo de Jesús y mi hija. Él no tiene trabajo.
— Ya te veo venir. ¿Fue para eso que me invitaste a que te acompañara a la fiesta? Todos quieren sacarme algo — dijo la gorda.
— No necesito recordarte que tenemos un trato. Yo ya cumplí mi parte. Sos la Decana de esa Escuela de mierda.
— Pero tendrás mi alma a cambio, ¿no?
— ¡No me jodás, Zulma! ¡Vos sabés que a mí tu alma, como el alma de cualquiera de estos infelices, no me sirve para un carajo! Te quedaste en la época de Fausto. ¡Yo quiero guita! Quiero que le des un trabajo al inútil de mi yerno en tu Escuela de Comparsa. Mefistófeles dixit.
— No sé, no sé. Está difícil. Mi Escuela de Comparsa tiene un altísimo nivel académico. Estamos en el ranking de las 3 Mejores Escuelas del Mundo. Sólo la Universidad de Harvard y la Universidad de Oxford nos ganan. Yo no puedo meter a cualquiera.
— En algún lugar de la administración. Vos encontrarás una solución. Además, siempre podemos hacernos otro paseíto por el baño —, dijo Satanás.
— Está bien. Está bien. Decile a tu flamante yerno que me vaya a ver el lunes a eso de las once de la mañana. Y te tomo la palabra con lo de otro paseo por el baño — dijo Zulma, aceptando.
Entre tanto, en otro de los rincones del salón, Clasegata y su amiga Pato bailaban muy cerca la una de la otra. Se rozaban los cuerpos, se frotaban; y el Tortuga, que trataba de acercarse a ellas, las invitaba al baño. Las chicas simplemente se reían, y prometían irse con él cuando la fiesta terminara. Pero nadie estaba cansado, y parecía que la fiesta recién había comenzado. Jesús, que ya parecía recuperado del ataque de paranoia, bailaba abrazado a Sati, como si las ocho cajas de Bordolino se las hubiera tomado otro, y no él.
El DJ puso el tema de la película Pulp Fiction y todas las chicas que querían imitar a Uma Thurman se subieron a alguna mesa, y empezaron a mover el culo. Algunas no pudieron mantener el equilibrio y terminaron en el suelo. La que se mantuvo por más tiempo bailando encima de la mesa sin caerse fue la Pato, que corría con ventaja, porque había estado tomando merca media hora antes. Cuando terminó el tema de Pulp Fiction, los mozos pasaron levantando los cristales molidos de las copas rotas, y socorriendo a las chicas que se habían lastimado en sus caídas. Pero después el DJ puso otro tema más, y otro, y muchos más, de manera que la gente seguía bailando sin acordarse de lo que había pasado durante la canción anterior. Se hicieron así las nueve de la mañana, y muchos seguían bailando, turnándose para fumarse algo en el baño. Ahora Satanás bailaba con la Virgen, y Zulma con el Padre Paqui. El DJ puso la Lambada, y entonces todos se agarraron de la cintura para hacer el trencito.
A eso de las diez de la mañana mucha gente ya se había ido. Quedaban algunos haciendo cola para tomar merca en el baño, y en la pista de baile sólo quedaba el Tortuga que bailaba consigo mismo, mientras oía en su cabeza un tema de Jimmy Hendrix. Satanás se había escondido detrás de un pilar y le tocaba disimuladamente el culo a la Pato, que ya no se daba cuenta de nada, y confundía al Diablo con un amigo de su infancia que siempre le había gustado. Por otro de los rincones andaba Zulma, tratando de manotear el bulto del Padre Paqui. Dios y la Virgen ya se habían ido a dormir.
Diez y cuarto de la mañana. Sol altísimo. Llegaron el Turquito y el Gordo Pésimo, que habían desaparecido de la fiesta cerca de las tres de la mañana. Nadie había notado su ausencia hasta que los vieron entrar por la puerta principal del Rincón de la Boca. Traían una mochila con dos puñados de hongos alucinógenos. La fiesta revivió una vez más. El DJ abrió con una secuencia de bases electrónicas, y las quince o veinte personas que quedaban volvieron a la pista, con tanta energía como si la noche recién comenzara.
Entonces el Tortuga y el Canijo propusieron que la fiesta continuara en el Dique. Todos aceptaron, menos Satanás y Zulma, que decidieron borrarse porque ya estaban muy de la cabeza. A las diez y media, diecisiete personas, entre los que estaban el Tortuga, el Canijo, el Gordo Pésimo, Jesús, Sati, Clasegata, el Turquito, la Pato y varios más, se amontonaron en tres autos, cargaron algunas cajas de vino, 24 botellas de agua mineral, y salieron de la ciudad en dirección al oeste. Manejaron durante unos cuarenta y cinco minutos hasta llegar al Dique de Ullum.
Un poco después de las once de la mañana, los tres autos llegaban a una de las playas del lago. El Gordo Pésimo y el Turquito ya habían partido los hongos en pedacitos, y Clasegata y la Pato habían venido masticando durante el viaje.
Clasegata se sentó en el suelo, a la orilla del lago. El viento levantaba pequeñas olas que ella veía romperse contra la arena verde.
— Creo que ya empiezan los efectos…— decía Clasegata. — Tengo los dedos verdes. Tengo los dedos verdes, ¿no?
— Ahora venimos — decía Satanasa. Yo tengo las manos transparentes. ¡Mirá, mirá! ¡Se ve a través de mis manos! ¿Podés ver cómo tengo las manos transparentes?
— No. Las tenés verdes. Mirá, el lago es verde también. Mirá los colores. Cuántos verdes.
— Mirá — decía Satanasa, señalando hacia el centro del lago —, mirá, un barco. Es transparente también.
— Es verde, Sati. Si fuera transparente no lo podrías ver. Mirá cuántos tonos de verde…qué loco. ¡Nunca vi tantos verdes en mi vida! Ahora el barco tiene un olor… ¿no sentís el olor del barco?
— Tiene olor azul, olor a azul marino… Pero casi verde. Y un poco de naranja.
— ¿Olor de naranjas? ¿Olor de madera de naranjo?
Unos metros más alejados de la orilla estaban Jesús y el Tortuga. También comenzaban a percibir los efectos. El Canijo tomaba agua y caminaba inquieto, de un lado al otro; se paraba en el tronco de un árbol cortado, y de ahí saltaba; hacía tumbas, le gustaba ver que el cielo anaranjado daba vueltas alrededor de su cabeza. Jesús habló, y dijo:
— Me puedo ver mis propios ojos. Los ojos son transparentes a sí mismos. Son amarillos. Tengo los ojos amarillos. Y puedo ver a través de aquel cerro.
— No se puede ver a través del cerro —, dijo el Tortuga, que ahora se reía sin motivo.
— ¿Qué te pasa? — le preguntó Jesús.
— ¡El lago se mueve! ¡Se mueve el agua del lago, pero el lago no!
— No se mueve. Está quieto. Pero estas dos boludas van a derramar el agua. ¡¡Che!! —, gritó Jesús, dirigiéndose a Satanasa y Clasegata, que ahora se mojaban los pies en la orilla del lago. — ¡Dejen de mover el lago que se va a derramar el agua!
— ¡Nosotras no estamos haciendo nada! —, se defendió Sati. — Es aquél barco. No lo podés ver porque es transparente. El barco se mueve y se mueve el agua.
— ¡Van a derramar el agua y nos vamos a ahogar! —, dijo El Canijo, sumándose a la paranoia de Jesús.
— ¡¡¡Todos cállense!!! —, dijo el Tortuga. — ¡Estoy escuchando un tema de Miles Davis!
— ¡Yo no escucho nada!—, dijo Jesús.
— Es un sonido como de una escalera que baja. No, no. Sube. Y ahora baja. Es como si quisieras subir una escalera, pero no te movés, la escalera se mueve y vos estás quieto. ¿Escuchás?
— No escucho nada — dijo Jesús.
— Escuchá, escuchá —, seguía el Tortuga descomponiendo las tonalidades del tema de Miles Davis. — El tema tiene dos costados. Es como un cubo. Es más grande que el lago, si lo oís bien. Del lado de acá es el infierno. Es rojo y negro. Y del lado de allá es el paraíso porque es verde.
— Yo escucho la música del lago — agregó el Canijo. — Es de ondas azules, como cuando tendés una sábana blanca, ¿viste, que se ven ondas azules a través de lo blanco?
— Si le hacés un agujero en el medio a aquel velero podés ver a través de la vela. Pero no veo ondas azules, ni tampoco escucho la música del lago — dijo Jesús.
El Turquito y el Gordo Pésimo se habían sentado uno frente al otro, también a la orilla del lago, sobre una piedra grande y achatada. El Turquito fue el primero en ver que la cara del Gordo se deformaba: sus facciones se movían, la boca y los ojos se agrandaban hasta casi alcanzar los márgenes del rostro, y las mejillas se contraían, mientras el color de la piel variaba hacia el gris. Los ojos del Gordo ya estaban muertos, ya eran dos agujeros; el color del pelo también fue variando hacia el gris. Horrorizado, de pronto el Turquito vio que estaba ya no frente a su amigo, sino frente a una calavera que lo miraba y aún era capaz de sonreírle. No solamente de sonreírle, sino hasta de reírse a carcajadas; porque ahora el Gordo Pésimo lloraba de la risa, cosa que horrorizaba aún más al Turquito, porque estaba frente a un muerto, un cuerpo en estado de podredumbre que se burlaba de él. No podía comunicarse con el muerto, pero el sólo hecho de escuchar su risa le helaba los huesos. El Turquito quería escapar de la mirada de la muerte, pero no podía moverse de donde estaba sentado. Tenía que ser capaz de mirar los ojos de la muerte y de destruir su mirada. Si escapaba en ese momento (si salía corriendo en dirección a uno de los autos, por ejemplo) la muerte se quedaría mirándolo. Y lo que era mucho peor: lo miraría desde atrás. Lo miraría a él, cuando él ya no iba a estar mirándola. Es decir: le daba a la muerte la oportunidad de estar atrás de él, de traicionarlo. Paralizado por el terror, el Turquito se quedó mirando en los ojos huecos de la traidora. Esos ojos que ofrecían una imagen ambigua: estaban ahí pero no estaban; lo miraban a él pero al mismo tiempo miraban al lago; lo acechaban pero no. Lo ignoraban pero no. “Cualquier cosa (pensaba el Turquito); puedo hacer cualquier cosa menos huir y darle la espalda”.
La muerte (es decir: el Gordo Pésimo) volvió a cambiar lentamente de forma. De ver una calavera que fingía ojos lentos que lo miraban, ahora el Turquito pasó a ver frente a él los rasgos de un hombre-leopardo. Pero eran sólo rasgos, gestos que no terminaban de asentarse en una cara. Como si los gestos tuvieran la capacidad de existir sin la cara que los ejercía y les confería un ser. Rasgos y gestos que eran, por decirlo así, independientes de la cara de la muerte. La muerte era la muerte porque podía ponerse cualquier cara, cualquier gesto, como si se tratara de una careta. La muerte era un rostro abstracto, y todas las calaveras eran exactamente iguales. Era por eso que la muerte estaba escondida debajo de cada rostro, acechando el momento en que le diéramos la espalda, para saltar sobre nosotros como un leopardo. Recién ahora el Turquito comprendía que no había estado mirando dos imágenes distintas que se le confundían (la muerte - el leopardo), sino que se trataba de la misma imagen. La muerte no estaba nunca más allá, sino dentro de los cuerpos. No tenía ningún rasgo propio, pero tenía el poder de apropiarse de todos los rasgos que la habitaban.
Ahora todos estaban sentados o directamente acostados sobre la playa del lago. Ya no hablaban entre sí, sino que cada uno se comunicaba con su propio delirio.
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