7. Historias de hongonautas
Jesús escuchaba voces que lo llamaban con palabras ininteligibles. Llegaban a él los fragmentos de frases pronunciadas hacía miles de años; un lenguaje olvidado pero conservado en la superficie de las piedras. El suelo ahora mostraba una multitud de signos disgregados, símbolos con lógicas pluriformes y contradictorias, como si se tratara de una escritura que funcionaba a diferentes niveles, palimpsesto de sí misma, un mundo hecho solamente de los hormigueos de las letras, donde todo lo que no fuera palabra estaba ausente, y donde lo que se decía en un nivel se negaba en el nivel superior o en el inferior.
Cuando abrió los ojos, Jesús estaba en una ciudad toda de barro y cañas. El lago había desaparecido, y en su lugar había filas de casas semienterradas en la greda. Hombres casi indiferenciados de los animales caminaban en cuatro patas para poder entrar en esas cuevas; hombres-topo, del mismo color del barro, que se comunicaban entre sí mediante un lenguaje poco desarrollado, hecho de gruñidos y de gestos más que de palabras. Los rostros se perdían en la noche. El mundo se mostraba como materia pura, como una pura disponibilidad, una arcilla ciega y sin forma esperando que las manos del demiurgo vinieran a darle un sentido. Cuando la luz y la forma penetraron en la materia surgió el mundo, miles de universos-isla que ahora se implicaban y se desencadenaban unos a otros, unos en otros, y Jesús vio entonces a dioses desconocidos enviando mendigos a las poblaciones donde se festejaba el fin de las cosechas. Si los ruegos de los mendigos no eran atendidos, los pueblos eran sepultados, quemados, convertidos en laguna. Y Jesús escuchó una voz que le dijo claramente: “sepultados, quemados, convertidos en laguna”. Fue entonces que comprendió que estaba presenciando las últimas imágenes de uno de esos pueblos condenados, donde los hombres habían involucionado y volvían a arrastrarse en cuatro patas, a habitar en cuevas inmundas y alimentarse de larvas, de moscas y de musgos. El mundo se mostraba ahora como un hervidero espantoso. Los recién nacidos eran devorados por gusanos y hormigas.
Clasegata caminaba ahora por el costado de un precipicio, mientras aves inmensas la sobrevolaban. Uno de los pájaros gigantes, de la raza de las grullas, vino a posarse frente a ella. Otros pájaros enormes se posaron junto a la primera grulla. Parados eran tan altos como una montaña. ¿Qué sería de ella ahora perdida ante esa raza de pájaros futuros? Cada vez eran más los pájaros posados. Y ahora cantaban. Gorjeaban impulsados por una máquina negra que se ocultaba en el fondo del abismo. La máquina los mantenía vivos y los hacía gorjear, pero eran todos parte de un gran mecanismo, un mega-pájaro que se expresaba a través de cada uno de los pájaros individuales y altísimos que ahora caminaban hacia Clasegata. Caminaban hacia ella pero no terminaban nunca de aproximársele. Como si, a medida que caminaban, la distancia que los separaba de Clasegata fuera creciendo, proporcionalmente a la velocidad de la caminata. Y en las melodías había un discurso entremezclado, un discurso que no pretendía seguir una línea, sino muchas, decenas, cientos de líneas que se abrían en ramales y ramales entrecruzados; daba la sensación de ser algo iniciado desde hacía mucho tiempo, pero esa mañana, ahí, junto al lago, Clasegata había llegado tarde. Había llegado tarde a ese devenir música de los pájaros inmensos. La raza humana había desaparecido, y sólo habían quedado los pájaros enormes asociados en un mega-pájaro para sobrevivir, y también habían quedado abismos, inmensas columnas que se elevaban absurdamente, más allá de las nubes, sin ningún sentido aparente. Y había otro tipo de seres, pero no eran animales, sino artificios. Eran como una suerte de helicópteros, del tamaño de inmensas grúas, con una hélice en la cúspide. Todo en ese mundo era alto, vertical, todo llevaba en sí el mensaje genético de alejarse de la tierra, del suelo, del origen. Los pájaros extendieron sus alas inmensas y levantaron vuelo. Clasegata miró en lo más profundo del abismo y vio que había un organismo que la estaba respirando como si su cuerpo estuviera hecho de aire; como si su cuerpo fuera una fuente de oxígeno que los pulmones de ese ser extraño, y también enorme, consumirían. Ella sintió que su cuerpo era transparente, y que flotaba en un acuario también transparente, y por eso no podía verse; era agua perdiéndose en el agua, un cuerpo sin forma perdiéndose en la clepsidra construida por un dios enloquecido y futuro, un hacedor delirante.
Satanasa, en tanto, estaba cagada de miedo porque se sabía perseguida por dos centauros que querían violarla. Sati corría pero sin dirección precisa. Los centauros (uno negro y otro blanco) la desnudaban con la mirada. Mientras el delirio de Clasegata era todo en formas verticales, el de Satanasa era, al contrario, un delirio de espacios que se abrían siempre horizontalmente. Era un mundo chato, casi sin altura, un paisaje plano donde el horizonte siempre parecía expandirse más y más allá. En ese universo chato y terroso, los centauros la avistaron de lejos, y ella ya no tuvo dónde ocultarse. Cuando la alcanzaron ella prácticamente no opuso resistencia. Las dos bestias la fornicaron como si Sati fuera la primera hembra que veían en mucho tiempo. Sus inmensos sexos la penetraron casi hasta destrozarla. Se vaciaron en ella, y ella se sintió, por primera vez en su vida, realmente llena y satisfecha. Cuando terminaron, el Centauro Negro habló:
— Decile al cornudo de tu marido que si sigue jodiendo le vamos a romper el culo a él, igual que como te lo hemos roto a vos.
— Sí —, agregó el Centauro Blanco — con nosotros no se jode, decile.
— Pero, ¿qué mierda les pasa? ¿Qué les ha hecho a ustedes mi marido?
— Vos decile, y listo. Él sabe de qué se trata — dijo el Centauro Negro.
— Miren, yo no soy cachiche de nadie. Si tienen algún problema con él, vayan a romperle el culo a él. ¿Por qué se la agarran conmigo? Yo no tengo nada que ver con él.
— Sos la esposa — constató, empíricamente, el Centauro Blanco.
— ¿Tiene algo que ver con la pendeja a la que le chorearon el celular la semana pasada?
— ¿Qué pendeja? — preguntó, alarmado, el Centauro Blanco.
— ¿Es decir que ustedes también chorean celulares? — se preocupó el Centauro Negro.
— Entonces no sé. No sé — dijo Sati.
— Decile que con la Cajita de Música Asesina no se juega — dijo el Centauro Blanco.
— ¿Lo qué? — alcanzó a preguntar Satanasa, pero mientras hablaba ya los Centauros se evaporaban en una niebla gris, y las imágenes del mundo aplanado dejaron paso a la imagen del lago, las montañas alrededor, y dos o tres veleros navegando sobre el espejo de agua. A un costado estaba Clasegata, que miraba alternativamente hacia abajo y hacia arriba. Su mirada parecía enfocarse en lugares altísimos, en estrellas aún visibles a pesar del sol de mediodía.
A todo esto, el Gordo Pésimo había sido atrapado por la policía, finalmente, siguiendo con la lógica de sus temores. El mismísimo Turquito lo había vendido. Había ido a la seccional de policía, y le había cantado todo al comisario: la dirección del Gordo, qué era lo que vendía y a quiénes, y hasta dónde y cuándo se había choreado la moto en la que andaba. Lo tenían sentado en una oficina alumbrada con un tubo fluorescente. En la oficina había un armario metálico, dos escritorios y varias sillas. Todo el amueblado era muy viejo. El lugar olía a vino barato mezclado con brillapisos. Sobre uno de los escritorios había una máquina de escribir. Era una comisaría de verdad.
— Te cantaron, Gordo. Decinos dónde está la bolsa y podemos hablar — dijo un tipo alto y de piel muy oscura, que parecía ser el comisario. Había otros dos policías con él, que parecían ser de menor rango.
— Qué bolsa — preguntó el Gordo.
— ¡No te hagás el pelotudo, Gordo! — gritó el comisario. — Te cantaron, te digo. Y lo único que queremos es que nos digás dónde está la bolsa. Eso es lo único que no sabemos. El que te vendió estaba muy bien enterado de todo.
— ¡El hijo de remil putas! ¡Lo mato al Turquito y la puta que lo…
— ¡Basta! ¡¡Se acabó!! — levantó aún más la voz el comisario. — Si nos das la bolsa, no llevamos la denuncia al juez. Si te seguís haciendo el pelotudo, pasamos tu legajo al juez, quedás detenido, y te manchamos los deditos.
La luz fue tomando lentamente una coloración dorada. Uno de los policías que acompañaban en el interrogatorio al comisario dio un paso hacia el costado, y, ante la mirada atónita del Gordo Pésimo, apareció otro policía exactamente igual al que se había movido. El otro policía hizo el mismo movimiento de auto-duplicación, y de pronto ya eran cuatro, y después cuatro más. En unos instantes, la oficina estaba atestada de policías con el rostro repetido. El único que se mantenía en su singularidad era el comisario, que ahora sonreía, sonreía, y su boca se estiraba hacia los costados de su cara, hasta que ésta quedó completamente dividida en dos. El mentón ahora le colgaba de su garganta. “Te manchamos los deditos”, alcanzó a decir el comisario por última vez, antes de que su mentón se le desprendiera del resto de la cara, y cayera al piso.
El Gordo Pésimo no quiso ya seguir mirando. Se tapó los ojos con ambas manos, y, parándose de golpe, arremetió contra los policías, en dirección a donde él imaginaba que estaría la puerta. Consiguió salir del lugar, mientras escuchaba miles de voces que hablaban de él, o le hablaban a él, advirtiéndole, conminándolo, amenazándolo; pero entre tantas frases dichas al mismo tiempo, el Gordo no podía distinguir ninguna. Sólo era un rumor, un vocerío amenazante e indiferenciado. Curiosamente, mientras corría intentando salir de la oficina de la seccional, no sintió frente a él la resistencia de ningún cuerpo oponiéndosele, cortándole el paso. Los policías, no obstante estarlo amenazando, se habían hecho a un lado a medida que él avanzaba. Llegó a la puerta. La abrió para salir, y consiguió volver a cerrarla, dejando a todos los policías dentro. Salió a lo que parecía ser una galería comercial. Casi todos los locales vendían artículos regionales: estaba en la Terminal de Ómnibus de San Juan. La gente caminaba distraídamente, mirando las pequeñas vidrieras, esperando la hora de salida de sus viajes. El Gordo dejó de correr. Tratando de reencontrarse con la vida normal, llegó hasta el kiosco de venta de revistas que funcionaba dentro de la Terminal, pidió un diario y una revista. Pagó y caminó ahora en dirección contraria, tratando de ver si los policías no lo habían seguido. Pero no vio a nadie vistiendo uniforme. Una vez que atravesó todo el hall de la Terminal, llegó a la cafetería. Pidió un jugo de naranja a la chica que atendía en el mostrador, y se sentó en una de las mesas.
Por el ventanal de la cafetería vio un ómnibus de color verde claro que salía del predio de la Terminal. Pensó que lo mejor sería irse. Estaba en el lugar indicado. No les había dicho a los canas dónde tenía guardada la merca. Podía dejarla escondida donde estaba, en su casa, y esos tipos nunca la encontrarían. Si se borraba por unos días, y después volvía, tal vez…
— Acá tenés tu jugo de naranja, gordo — le dijo la chica del café, llegando hasta su mesa con una bandeja en la mano. Pero en la bandeja no venía el vaso con su jugo de naranja, sino solamente un vaso vacío, que ahora ponía frente a él. ¿Por qué lo trataba con esa familiaridad? ¿Conocía a la chica?
— ¿Dónde está el jugo?— atinó a preguntar el Gordo Pésimo, advirtiendo que algo no andaba bien.
— Dame un segundo y te lo preparo — dijo la chica. A continuación, sacó del bolsillo de su delantal una naranja enorme, de tamaño casi absurdo, y la puso encima del vaso. Después, con un picahielo, hizo una incisión en la naranja, en la que después puso un sorbete. — Ahí tenés, dijo la mesera.
— ¿Pero no vas a exprimir la naranja? —, preguntó el Gordo, sabiendo ya que la cosa venía mal. Se había caído en el delirio de alguien. Alguien obsesionado con frutas, con naranjas.
— Exprimila vos, Gordo —, dijo la mesera, que ya lo trataba con un total desdén. — A mí se me manchan los deditos — agregó.
Ahí el Gordo Pésimo supo que en realidad no había logrado salir nunca de la comisaría. Creía que estaba en la Terminal, pero en realidad los policías aún lo tenían atrapado. Lo estaban medicando y le estaban administrando las alucinaciones. Volvió a ver la cara del comisario.
— Ahí reacciona. ¡Está volviendo! — dijo la voz de una mujer, que ahora lo miraba de cerca. Tenía la cara y la voz de la chica que atendía en la Terminal de Ómnibus, pero estaba vestida con un guardapolvo blanco, como una médica.
— ¡Auméntenle la dosis! ¡No puede volver todavía! ¡No nos ha dicho nada!— dijo el comisario, que ahora también vestía un guardapolvo blanco, y tenía el mentón en su lugar.
El Gordo sintió que alguien se movía cerca de él. No estaba en la Terminal. Pero tampoco estaba en la oficina del principio. Eso no era una comisaría. Era una clínica, y lo tenían en una camilla. La comisaría del comienzo había sido, también, otra alucinación. Quién sabe desde cuándo le estaban inoculando drogas para obtener la información que necesitaban. Sintió algo en su brazo. Tenía puesto un catéter en la vena. Por ahí le estaban inyectando los alucinógenos. Quiso arrancárselo, pero lo tenían maniatado. La doctora, con una jeringa en la mano, buscó la boca del catéter, e inyectó.
Ahora le tenían que hacer creer que nunca había estado en la comisaría ni en el hospital, sino que siempre había estado en la Terminal de Ómnibus, y que las otras imágenes provenían simplemente de un sueño. Pero recordaba demasiado bien la cara de la doctora como para que lo engañaran. Esta vez no. Estaban siendo muy burdos. No lo podrían engañar así como así. Caminando por el hall de la Terminal, buscó alguna ventanilla abierta. La ventanilla de la compañía Andesmar estaba atendiendo al público. Se acercó y pidió un pasaje a Neuquén, ida sola. El hombre que atendía la ventanilla lo miró y le dijo:
— No te puedo hacer pasaje a Neuquén. Se me manchan los deditos.
El Gordo quiso entonces salir corriendo de la Terminal. En eso sintió un brazo que lo agarraba. Lo tenían atrapado de nuevo.
— ¡Despertate, Gordo! ¡Abrí los ojos! Tenés un mal viaje —, decía el Turquito.
Ya casi todos los hongonautas estaban de regreso. Eran las dos de la tarde, y volvían todos a mirar el espejo del lago, que seguía igual, como si nada hubiera pasado.
El Gordo volvió, pero aún miraba al Turquito con desconfianza. También Jesús había vuelto. Pero en un segundo se puso de pie y salió corriendo hacia el lago:
— ¡¡Mírenme!! ¡¡¡¡Mírenmééééeee!!!! ¡¡¡Voy a caminar sobre las aguas!!!
Y entró caminando en el lago. Sati, preocupada, se empezó a sacar la ropa para ir a salvarlo, porque Jesús no sabía nadar. Jesús seguía avanzando, convencido de su capacidad para caminar por encima de las aguas. Pero en realidad se estaba hundiendo. El agua ya le daba al cuello, y seguía. Caminando, sí, pero no sobre las aguas, sino sobre el suelo resbaloso del lago. Hasta que un resbalón lo hizo trastabillar más de la cuenta, y su cabeza, que era lo único que se veía, se perdió de vista.
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment