Tuesday, June 16, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 8.

8. El Diablo, los relojes y los autómatas


Los hombres de la Edad Media tenían temor a los mecanismos. Esos complicados relojes que parecían tener un alma de metal, hecha de engranajes y resortes, y también los autómatas, esos seres a mitad de camino entre lo mecánico y lo lúdico, que tenían el principio del movimiento en sí mismos, descolocaban a los rectores tomistas del pensamiento, que se quedaban sin categorías en las cuales insertar las nuevas invenciones. ¿Eran naturalia? ¿Eran artificialia? Había algo más bien diabólico en esos aparatos que se movían solos. Y los medievales tenían razón. Al Diablo le encantaban esos inventos, y siempre estuvo cerca, inspirando y ayudando a sus constructores.
Esta historia comienza en el siglo XIII. En una época tan lejana como esa, un oscuro inventor italiano, del que la Historiografía no ha podido recuperar más que su apellido (Gazari), construyó un “reloj planetario”, que no sólo señalaba las horas del día, sino que también indicaba la posición de la luna y el sol respecto a la esfera de las estrellas fijas.
Aquellas eran épocas duras para el Demonio. Debía vivir ocultándose de las turbas fanáticas que asolaban las calles de Europa, y que imaginaban la mano del Diablo actuando detrás de cada cosa que no entendían. La crisis del sistema económico feudal ya se hacía manifiesta; las formas rurales iban quedando irremediablemente atrás. Llegaba lo que los historiadores han llamado “el despertar técnico altomedieval”, que implicó una renovación general de las artes mecánicas, y el surgimiento de una clase (los artesanos e ingenieros) dedicada a crear soluciones técnicas para los problemas que planteaban las ciudades, y que ya no podían ser resueltos en el contexto de un pensamiento rural y feudal.
Satanás ni siquiera sospechaba en aquel momento que estaba en una ciudad (Florencia) que marcaría el rumbo del pensamiento moderno. Para él era todo simplemente diversión. Le divertían esos relojes que diseñaba y armaba su amigo Gazari en largas noches de alcohol, matemática y delirio. Le gustaba ver esas ruedas dentadas moviéndose lentamente, provocando el movimiento en otras ruedas que se combinaban. Contemplaba extasiado los resortes y los cilindros que giraban alrededor de ejes en distintas posiciones. Gazari se llamaba a sí mismo un “horólogo”, alguien que practicaba la ciencia del tiempo. Que alguien pudiera encerrar el tiempo en una caja metálica llena de cilindros y engranajes era algo que provocaba en Satanás la sensación de estar habitando en el centro de un misterio. Gazari calibraba los tornillos, medía los discos, cambiaba una rueda dentada por otra. Y el tiempo, atrapado por fin en un mecanismo, pasaba más lenta o más rápidamente. Varias veces se quedaron con Gazari trabajando en el taller hasta el amanecer.
El horólogo murió cuando tenía 56 años, sin haber salido nunca de la ciudad de Florencia. Pasó su última noche calculando la relación entre las agujas indicadoras y el movimiento de las pesas. Había dejado sentadas las bases de dos sistemas que en el futuro deberían ser integrados: el sistema de pesas y el sistema de círculos referenciales. El Diablo huyó de Florencia con todas las anotaciones y los cálculos de Gazari.
Ya a comienzos de la década de 1330, tenemos a nuestro amigo Satanás instalado en Padua, trabajando de ayudante del ingeniero Giovanni Dondi. Complicadísimos engranajes, una gran cantidad de movimientos en sus diferentes agujas, y un excepcional sistema de contrapesos (a cuyo desarrollo contribuyeron las anotaciones que el Diablo había traído de Florencia) ayudaron a que el reloj tuviera una gran autonomía de movimiento. Satán y Dondi terminaron la construcción del reloj en 1334. El ingenio indicaba la hora solar y el día del año; pero también representaba las posiciones de los planetas. El Diablo y el inventor festejaron la finalización de la construcción con una borrachera que duró cuatro días y seis horas, tiempo rigurosamente medido por el reloj.
Años más tarde tenemos a nuestro amigo cómodamente instalado en la Abadía de Cluny, ayudando a los ingenieros en la construcción de un reloj muy superior al de Padua. Indicaba el año, mes, semana, día, hora, y minuto. Este reloj tenía un gran mecanismo escénico: a cada hora, un cisne salía por una pequeña puerta, batía sus alas y cantaba dos veces, al tiempo que se abría otra puerta por la que aparecía un ángel que saludaba a una imagen de la Virgen. Y, paralelamente, una representación del Espíritu Santo descendía hacia la Virgen en forma de paloma. El Diablo propuso que la paloma que representaba al Espíritu Santo se metiera por debajo del vestido de la Virgen. Pero su idea no tuvo éxito. Tiempo después, y una vez terminada la construcción del reloj, el Diablo se empezó a aburrir en Cluny. Quería más. Quería avanzar en la construcción de mecanismos. Pronto comprendió que su nuevo destino era la ciudad alemana de Nüremberg; corría ya el año 1356.
Se cagó para aprender alemán. En ese tiempo no había Goethe Institut. Ni siquiera había Goethe. Tuvo que aprender en las fondas, en las posadas, y en esas plazoletas de mierda que había en Nüremberg, donde se juntaban los tipos a hablar boludeces, a tomar cerveza, y a mirarles el culo a las alemanas que pasaban. Encima declinaban para el orto. En fin, nuestro amigo le puso el hombro al dativo y al acusativo, y un tiempo después ya estaba trabajando de ayudante de los ingenieros alemanes que desarrollarían el nuevo reloj.
El reloj de Nüremberg también tenía un montaje escénico, pero presidido por una imagen del emperador Carlos IV. Cada doce horas, salían siete imágenes que representaban a los electores palatinos y se inclinaban ante el emperador, que les respondía con una lenta inclinación de su cabeza. Las representaciones escénicas en homenaje a reyes o reinas, o a imágenes religiosas, siguieron presentes en los relojes que se construyeron durante las décadas siguientes: el gran reloj de Rouen, construido en 1379, el de la Catedral de Salisbury, en 1386, y el de la Catedral de Wells, en 1392.
Poco a poco el Diablo se fue aburriendo de estos montajes escénicos cuyo único sentido era la indicación de la hora. El tiempo ya le parecía una sustancia demasiado regular, una cinta de montaje que corría y corría, pero que siempre se mostraba igual a sí misma. Ahora Satán quería que esas escenas móviles realizaran movimientos que ya no fueran reglados por su relación a la hora del día. La necesidad de indicar la hora siempre terminaba limitando el grado de los movimientos de las figuras. Algunos ingenieros comenzaron a pensar (y el Diablo, el Diablo siempre detrás de estas cosas) en construir, para las grandes fiestas ciudadanas, montajes escénicos que ya no fueran circunscritos a la utilidad técnico-productiva de indicar la hora, sino que sólo brindaran el goce estético gratuito mediante su imitación de los movimientos de hombres o de animales.
Villard de Honneccourt, ya en el año 1245, había proyectado un águila mecánica para ser situada en el crucero de una iglesia. El pájaro movería las alas y la cabeza cuando el diácono estuviera leyendo desde el púlpito. El águila nunca fue construida, pero el Diablo había conocido a Villard, que le contó acerca de su proyecto. Años después, Satán colaboraría en la construcción de las “muñecas vivientes de la corte de Borgoña”, utilizando mecanismos análogos a los proyectados por Villard de Honneccourt. Estas muñecas tenían articulaciones móviles, que funcionaban mediante un sistema de cables e hilos, disimulados entre sus vestidos. Los nobles de Borgoña, dada su debilidad por este tipo de ingenio, apoyaron las investigaciones de los artesanos y mecánicos que en el futuro quisieran avanzar en la construcción de autómatas.
El Diablo ya no podía con su genio. Había conocido a los ingenieros y relojeros más brillantes de su época y había trabajado con ellos. Disponía de los conocimientos técnicos más avanzados de la época en materia de autómatas. Un día no resistió a su propio ego y construyó un autómata que era una réplica de sí mismo. Fue en Cluny, una de sus ciudades preferidas. La construyó en sus ratos libres, en las horas muertas que le dejaba su trabajo de asistente técnico. Se trataba de un muñeco con facciones muy parecidas a las de él, incluso tenía cuernitos. El autómata se encontraba dentro de un mueble de la abadía de Cluny, y, gracias a un complicado sistema de cuerdas, podía moverse automáticamente durante algún tiempo. El historiador Grillot de Givry arriesga la hipótesis de que el pequeño diablo era usado para atemorizar a los infieles que no querían confesar sus faltas. El Diablo, que siempre se rió de Grillot, había hecho el muñeco simplemente para entretenerse, y porque quería ver en movimiento un autómata que no fuera una representación de Dios, o de la Virgen, o de alguno de esos reyes europeos, esa manga de pajeros que ya lo tenían cansado.
Llegó el año 1400, y nuestro Satán errante volvió a su querida Italia. La tradición que habían iniciado Gazari y Giovanni Dondi había continuado durante las décadas siguientes. El Cuattrocento italiano ofrecía ahora las mejores posibilidades para los constructores de autómatas. La península atravesaba un momento de gran bonanza económica, y, muchas veces, la competencia entre tiranos, príncipes y municipalidades se dirimía en el terreno de la espectacularidad de los ingenios mecánicos que cada uno era capaz de mostrar en las distintas festividades. Uno de tantos aparatos es descrito por Brunelleschi (en su libro titulado Con la mano). El artefacto fue construido para la fiesta de la Anunciación. Consistía en una gran esfera que representaba el mundo, rodeada de dos círculos repletos de ángeles que se movían a su alrededor. Pero, cuando el público menos lo esperaba, del interior de la esfera salía volando una extraña máquina de color marrón claro, con una imagen del arcángel san Gabriel.
Hacia 1450, tenemos a Satán instalado en un palazzo de la ciudad de Reggio, dedicado a construir la máquina con la cual dicha ciudad recibiría a Carlos VIII. El centro de la máquina lo ocupaba una imagen de san Próspero, patrón de la ciudad, que parecía volar. A sus pies se hallaba una plataforma giratoria con seis ángeles musicantes. Dos de los ángeles mecánicos se elevaban desde la plataforma, y llegaban hasta la imagen de san Próspero con las manos extendidas, pidiéndole las llaves de la ciudad y su cetro. Luego, como otra parte de la construcción escénica, aparecía una plataforma movida por caballos que se mantenían ocultos, sobre la que había un trono vacío. Tras el trono aparecía una estatua que representaba a la justicia, y en los ángulos había cuatro ancianos legisladores, rodeados por seis ángeles mecánicos que portaban banderas.
No podía faltar entre las amistades del Diablo por aquellas épocas el gran Leonardo da Vinci. En medio de múltiples actividades que incluían pintar la Mona Lisa, dibujar El hombre de Vitrubio, diseñar helicópteros, canales de navegación, máquinas de guerra y hasta planos de fortificaciones, estudiar de anatomía humana, y otras tantas cosas, Leonardo se hizo tiempo para diseñar un león mecánico gigantesco, que caminaba y periódicamente abría su pecho. El Diablo, por supuesto, lo asistió, tanto en el diseño como en la construcción. El león se exhibió en los festejos en honor a la entrada de Luis XII en Milán. Ya en 1490, y en ocasión de la celebración de las fiestas del Duque de Milán, Leonardo construyó un sistema planetario, similar al que había construido Brunelleschi tiempo atrás (y en el que el Diablo no había participado, pues se llevaba muy mal con Brunelleschi). El sistema mostraba todos los planetas moviéndose alrededor de la Tierra. Cada vez que un planeta del sistema pasaba cerca de la novia del duque, se abría la esfera, y del interior surgía una imagen del dios del planeta en cuestión, al tiempo que se escuchaban unos versos en honor a la dama, compuestos especialmente por el poeta de la corte.
Pasaron los años. Satán se aburrió de los diseñadores de autómatas. Después de la muerte de Leonardo, con quien vivió años inolvidables en los que nunca dejó de aprender, Satán se entregó a la bebida. Pero esta vez en serio. Fueron décadas y décadas oscuras, en los que el pobre Satán no distinguía su cuerno derecho de su cuerno izquierdo. Se recuperó, no mucho, y se metió a investigar con los alquimistas.
Nunca pudo convertir el plomo en oro, a pesar de sus poderes malignos. La vez que más se aproximó a lograr la transmutación tan deseada por los alquimistas, fue una noche en que consiguió, tras varias horas de trabajo, convertir tres pulseras de oro en plomo. Lo sacaron cagando del Colegio de Alquimistas de París. Corría el año 1614.
Lo que pasó hasta que el Diablo se mudó a Villa Krause lo vamos a dejar para otra ocasión. Lo importante aquí es contar que, en los días en que Satanasa conoció a Jesús, el Maligno había retomado sus investigaciones y su interés por los autómatas. Y no sólo eso. Había logrado construir, por primera vez, un autómata que tenía una total independencia de movimiento.
No era un reloj. Era una cajita de música. Más bien una pequeña fonola, que podía cargar hasta 25 discos compactos. Pero no sólo eso. La fonola tenía rueditas, y podía moverse independientemente con una batería que llevaba en su base. Tenía hasta cinco horas de autonomía. El Diablo le instaló un disco rígido, y la programó para robar estéreos. Ése era el verdadero sentido de la existencia de la fonolita. Tenía un juego de ganzúas en uno de sus brazos mecánicos, con el que podía abrir la cerradura de cualquier auto. Una vez que abría las puertas, podía sustraer el estéreo en veinte segundos, y guardarlo en un gabinete.
La bautizó “La cajita de música asesina”, en honor a una canción de Tía Newton que al Diablo le gustaba mucho, y que hablaba de una montaña terrorífica donde vivía una cajita de música que era asesina serial, y que nunca era descubierta por la policía.
El Maligno estaba en su taller de Villa Krause dándole los retoques finales a la Cajita de Música Asesina, y, al conectar el último circuito integrado, sintió que toda la estructura metálica vibraba, se movía; las rueditas giraban en el aire, los brazos mecánicos abrían y cerraban sus articulaciones: La Cajita estaba viva. Las cámaras de sus ojos hicieron foco en Satanás. Y, por uno de los parlantes, la Cajita emitió un sonido que dejó helado al Maligno:

— Hola. ¿Tenés fasos?

La Cajita hablaba. Y tenía voluntad propia. Eso no había sido programado por el Diablo cuando trabajó en el disco rígido. La Cajita volvió a hacerse oír:

— Hola. ¿Tenés fasos, loco?
— Nada de “loco”. Soy tu creador — respondió Satán.
— Dale, vieja. ¿Tenés un peso para el vino?
— No me digás que, además de fumar, tomás vino. No estabas programada para hablar. Vos tenés que robar estéreos.
— ¡Uh! ¡Pintó el vigilante! Dame un peso para el vino y después hablamos — respondió la Cajita.

Siguieron así durante dos horas.

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