Thursday, June 4, 2009

ZC. ZONA DE COMPARSA, Capítulo 3.

3. Jesús, la Virgen y el Padre. Y un poco más del Diablo y su nena.

Cuando María vio que su hijo estaba tan enamorado, se alegró; pero le dijo a Sati, de mujer a mujer, que se cuidara, que no fuera como esas pendejas pelotudas que se quedan embarazadas apenas huelen un calzoncillo. Después de ese diálogo, la Virgen siguió en sus cosas, en sus negocios que iban cada vez mejor.
Pero el problema llegó cuando Dios se enteró de que su hijo estaba saliendo con la hija de Satanás. El Padre Santo estaba, como siempre, acompañado por el Padre Paqui y otros dos o tres borrachos, tomándose unos vinos en el Bar de la Calesita, cuando vio aparecer a su hijo abrazado a la chica con cuernos. Esos cuernitos blancos y brillantes de Sati convencieron a Dios de que la chica era realmente una Satanás por vía directa. Dios seguía mirando a la feliz parejita cruzar la calle, impávido, con la boca abierta. En ese momento trató de imaginarse la apariencia de sus futuros nietos. ¿Tendrían cuernitos los nenes? Esa imagen borrosa de un bebé babeando y con cuernitos fue suficiente para que al Padre Santo se le atragantara el Bordolino, hasta casi ahogarse. Esa misma noche esperó a que su hijo llegara a la casa (cosa que en realidad ocurrió a las ocho y media de la mañana del día siguiente), y le dijo: “Hijo, esa mujer es la tentación del demonio para desviarte de tu camino. Si vuelvo a verte con esa turra, ¡la chota que te voy a salvar!”
Jesús ya venía un poco maltrecho. Había ido con Satanasa al bar Cuernavaca y habían estado escabiando toda la noche. Se bajaron nueve porrones entre los dos, hasta que Satanasa, ya muy en pedo, se subió a una de las mesas y se puso a bailar un rock and roll, moviendo el culo como si estuviera en Pulp Fiction. Pero estaba muy dada vuelta y se cayó, rompiendo dos copas y uno de los porrones. Terminaron echándolos del Bar, pasadas las cuatro de la mañana. Y cuando iban caminando (o tratando de caminar) por Urquiza, y ya hacía dos cuadras que habían atravesado Libertador, unos cabezas los apuraron para sacarles plata. Jesús quiso defenderse, pero uno de los chuñas peló una navaja. La cosa se estaba poniendo espesa, cuando en eso Jesús creyó reconocer al chuña de la navaja: era el Canijo, y el otro no era sino su inseparable amigo el Tortuga. Cuando todos terminaron de entender quién era quién, reconociéndose a través de las borrosas nubes del alcohol, se abrazaron emocionados. Satanasa estaba tan mal que reía y lloraba al mismo tiempo. Lo único que no le temblaba eran sus cuernos. Finalmente decidieron irse los cuatro a tomar algo a algún lado. Entre todos juntaron 2 pesos con veinte centavos. Les alcanzaba para un Bordolino en cajita. Se fueron hasta un kiosco, y se quedaron escabiando hasta las siete y media.
Después de todo eso, Jesús llegaba a su casa, como antes relatábamos, y Dios lo estaba esperando, sentado frente a una taza de café, para decirle: “Hijo, esa mujer…etc.”
Jesús estaba tan borracho que se sentía transparente. Las nueve cervezas que se había tomado con Satanasa las había sabido asimilar, pero ya lo del Bordolino había ido demasiado lejos. Entonces sentía que lo que salía de la boca de su padre no era aire, sino palabras materiales, hechas como de metal brillante, como piedras filosas y resplandecientes que lo traspasaban, a él, que estaba nadando en un mar de Bordolino. No era tanto el Bordolino, sino el aire frío, el viento de la madrugada que corría y había dado contra su cara una vez que salió del kiosco, acompañado de su inseparable novia. Era por eso que ahora cada palabra de su padre rebotaba en el interior de su cabeza vacía, o llena, llena de vino; un mar de alcohol tenía Jesús en su cabeza, y de pronto sintió que su padre lo estaba queriendo asaltar para quitarle todo lo que llevaba encima, y se puso a la defensiva, como si Dios fuera a atacarlo.
Y en realidad lo estaba atacando. Lo estaba cagando a trompadas por borracho. En verdad, como Jesús estaba tan en pedo, cuando se puso a la defensiva, ya el viejo le había acomodado siete sopapos en la boca. Tan atrasados estaban los reflejos de Jesús.
Los ruidos despertaron a la Virgen María, que dormía como una bendita, y que intercedió para salvar a su hijo de las manos de Dios, que golpeaba como una bestia sanguinaria, y Jesús habló, y dijo (mientras hilos de sangre y saliva bajaban por su mentón): “Que no se rompa la cajita. Cuidado el Bordolino”.
Entonces la Virgen le dijo a su marido: “Dejalo, viejo, por ahí es sólo una calentura. Ya vas a ver que se echan un par de polvos y se les pasa”.

— ¡¡¡Qué par de polvos ni par de polvos!!! ¡Andá a la pieza, vos! ¿Quién te preguntó algo? ¡Vos sos la que le llena la cabeza de huevadas a éste para que siga garchando con esa pendeja con cuernos! — contestó Dios, ya muy alterado.
— Vení, nene. Vení, que te preparo una leche para que te acostés.

Dios se fue a trabajar a la Iglesia; Jesús se acostó, y la Virgen le curó las heridas con unas gasas con merthiolate. Juntos así, la Madre con el Hijo, parecían la Piedad de Miguel Ángel.

Mientras tanto, en casa de la familia Satanás, las cosas no eran muy diferentes. A la misma hora que Jesús recibía una andanada de golpes de parte de su Padre Santo, el Diablo le acomodaba una patada en el culo a su hijita. Pero Satanasa, pobre huerfanita, no tenía una madre que la protegiera de la furia paternal. Tal vez eso mismo fue lo que pensó el Diablo cuando estaba por acomodarle la segunda patada en el culo. No obstante pensar eso, le terminó de patear el traste. Cuando se cansó de castigar a su hija (ya iba por la patada número diecisiete), Satanás, el de los pies ligeros, se sentó en un banquito, y habló, poniendo su mejor cara de Ángel Caído.

— Mirá, hija. ¿Ves este banquito donde estoy sentado ahora? ¡Lo hice con mis propias manos, para vos, hija mía. ¿Ves aquella mesita? Fue la primera mesita que tuviste. Y también te la hice yo. Ahí, sobre esa mesita, hija mía, comiste tus primeras papillas, que tu madre, que en paz descanse, te preparaba con todo el amor del mundo —, y mientras decía esto, una lágrima traicionera se escapaba del ojo izquierdo de Satán.
— Andate a la reputísima madre que te parió — dijo Sati, por toda respuesta.
— Tratá de comprenderme, Sati. Las cosas son así. Vos ya tenés veinticinco años. Y si tomás una decisión, cualquier decisión, yo la voy a respetar. Pero tenés que entender que yo puedo estar preocupado al verte con ese hippie mugriento, con ese borracho que además viene de una familia que, bueno, mejor ni hablar. Ese Jesús no hace una mierda. Y vos, desde que estás con él, tampoco. Tengo que preocuparme, hija mía. ¿Qué pasa si yo me muero? y…
— ¡Ay, Viejo! ¡Dejate de decir boludeces! Mirá, yo ahora no puedo hablar mucho. Estoy muy en pedo. Me bajé cinco porrones y un vaso de vino, yo solita. Me caí de una mesa, me echaron de un bar, me asaltaron, después me quisieron navajear, y después llego a casa y vos te cansás de patearme el orto. Al menos dejame dormir, y hablamos mañana, ¿sí?
— Ya es mañana. Pero igual, tenés razón. Andá dormí y esta noche conversamos bien. Yo estoy muy preocupado por vos.

Pero ni Jesús ni Satanasa escucharon a nadie. Pasaron las semanas, y ellos siguieron en lo mismo. El Canijo y el Tortuga los intentaron asaltar tres veces más en los alrededores del Barrio de Desamparados, siempre cerca de los bares que daban a la Calle Urquiza. Los echaron seis veces más de Cuernavaca. Pedían plata y cigarrillos por la calle. Empezaron a chorear lo que había dentro de los autos que se estacionaban en la Urquiza.
Y Una mañana de fines de marzo, Sati se despertó en un lugar que le resultó extrañísimo. Como si estuviera en otro mundo. Tuvo miedo de haber muerto. Trató de recordar adónde había ido la noche anterior. Tuvo que hacer memoria durante largos minutos para comprender por fin que había despertado en su propia casa, en su propia cama, ya que la noche anterior no había salido a ningún lado. Pensó que las cosas se estaban yendo muy al carajo, y después, casi como por casualidad, sus ojos se fijaron en el calendario que tenía colgando de la pared de su pieza. Hizo cuentas, calculó, miró el calendario una y otra vez, pensando que se había equivocado de mes.
Pero no.
Llevaba 28 días de atraso.

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